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Redacción

El hombre religioso se sitúa, pues, en un ámbito nuevo de existencia. La presencia de Dios en su vida marca unos horizontes radicalmente novedosos. La vida del creyente no se cierra sobre sí misma, sino que se abre a un espectro inmenso de novedad de vida y de experiencias también nuevas. Sobre todo, quien cree en Dios y le da culto adquiere una seguridad que le libera de ese miedo a perder su seguridad personal y social, la cual busca sobremanera el hombre y la mujer de nuestro tiempo.

La práctica reiterada de las virtudes teologales hace al hombre profundamente religioso, pues, mediante el ejercicio de la fe, de la esperanza y de la caridad, el creyente trata en intimidad y así se une confiadamente a Dios. De este modo, Dios mismo se convierte en el objeto de la vida teologal del cristiano. Y por ello el creyente le reconoce también como fin último de su vida. Aquí toma origen la virtud de la religión, pues el hombre, al vivir la vida teologal, reconoce la grandeza de Dios y, consecuentemente, le da culto y le rinde profunda adoración.

La virtud de la religión está, pues, en íntima relación con la práctica de las virtudes teologales: es su consecuencia. De hecho, la vida teologal se denomina "religión sobrenatural", puesto que tiene a Dios como objeto; mientras que, reconocer a Dios como fin y por ello darle culto, es propio de la virtud de la religión, la cual se define como "religión natural". En consecuencia, cabe aunar el ejercicio de las virtudes teologales y la práctica de la virtud de la religión, pues como enseña san Agustín: "El cristiano da culto a Dios con la fe, la esperanza y la caridad" [1].

En efecto, el hombre unido en intimidad con Dios, descubre que su entera existencia ha de estar orientada hacia Él, pues reconoce la dependencia absoluta que tiene respecto a ese ser supremo. El hombre y la mujer, a quienes Dios se les ha revelado, no sólo han de responder y asentir a su llamada, sino que además han de rendirle el culto que se le debe.

"A Él sólo darás culto": la virtud de la religión

Virtud de la religión: "Es la virtud que postula y exige que se dé a Dios el culto debido" [2].

La razón para dar culto a Dios es doble: una deriva del mismo Dios y la otra corresponde al deber del hombre.
1. Por parte de Dios, se le debe dar culto a causa de la inmensa grandeza que encierra en su mismo ser. Tal grandeza se manifiesta externamente en la creación: el culto es, pues, el reconocimiento de la majestad creadora divina.
2. Por parte del hombre, el culto es la aceptación agradecida hacia esa inmensa grandeza, lo cual lleva consigo la constatación de que toda nuestra existencia es también un don gratuito de Dios al cual retornaremos gozosos al final de la vida terrena.

En resumen, la virtud de la religión brota de la fe, de la esperanza y de la caridad. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, "la caridad nos lleva a dar a Dios lo que en toda justicia le debemos en cuanto criaturas. La virtud de la religión nos dispone a esta actitud" (CEC 2095). Por todo ello -y en resumen-, al rendir a Dios el culto que se merece, la virtud de la religión nos facilita practicar las tres virtudes teologales.

El ejercicio de la virtud de la religión descubre en el hombre su profunda raíz religiosa; o sea, constata y le facilita su apertura natural y espontánea hacia la trascendencia. De este modo, la persona vence la tentación de encerrarse sobre sí misma. Cuando el hombre descubre a Dios, al reconocerle y darle culto, su misma existencia recibe una orientación radicalmente nueva, pues rompe con el inmanentismo individualista, lo cual le permite comunicarse con Dios desde lo más profundo de su ser. Entonces, la persona humana es fiel a sí misma, pues recupera su condición de ser esencialmente religioso.

Según los autores, aún no está clara la etimología de la palabra "religión". Para algunos, procede del verbo latino "religare" (ligar, atar), lo cual manifiesta que el hombre religioso está en su misma naturaleza unido estrechamente ?"religado"- a Dios. Esta etimología muestra la grandeza del ser humano, el cual, desde sus propias raíces, goza de una especial vinculación con lo divino. A este respecto, no pocos filósofos plantean la antropología desde el concepto de "religación": el hombre es un ser que está ontológicamente religado a Dios [3].

Otros autores opinan que el término "religión" deriva del verbo "reeligere" (re-elegir), o sea, el hombre religioso es aquel que, entre las múltiples opciones que ofrece su existencia, siempre elige a Dios, al cual reconoce y ama "sobre todas las cosas". También esta etimología logra expresar una dimensión esencial de la persona humana, dado que, como ser libre, tiene en sí misma la posibilidad de optar y elegir a Dios, que es el único que puede dar sentido pleno a su vida.

Finalmente, otros hacen derivar la palabra "religión" del verbo "relegere" (re-leer); o sea, que la condición racional del hombre le permite interpretar ("leer") las incógnitas de la existencia mediante una clave nueva: desde Dios. Sólo el ser supremo puede despejar las aporías que se presentan a la persona al momento de interpretar la vida y descifrar el sentido de su existencia.

Cabe también aunar las tres significaciones, lo cual muestra mejor el sentido pleno de la palabra "religión". En efecto, esa triple etimología permite ver hasta qué punto la religión -la aceptación de Dios- da sentido a la vida del hombre. Pues Dios se constituye en el fundamento de su vida (re-ligare); representa, a su vez, el bien más alto que cabe elegir (re-eligere); finalmente, Dios se ofrece como la clave para leer (re-legere) e interpretar esos enigmas que ?consciente o inconscientemente- todo hombre se formula: ¿de dónde vengo? ¿a dónde voy? ¿cuál es el sentido de mi vida? El Concilio Vaticano II formula estos profundos interrogantes en los siguientes términos: "Ante la evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de este vida temporal? (LG 10).

El Concilio enseña que a estas graves cuestiones sólo tiene respuesta el creyente, pues, a la luz de la revelación, encuentra la clave para leer e interpretar el sentido de la existencia, cuyo último enigma se descubre satisfactoriamente a través de la persona de Jesucristo.

Los actos de la virtud de la religión

El culto a Dios admite diversas formas. En concreto, se enumeran cuatro modos distintos, los cuales se denominan "actos de la virtud de la religión". Son los siguientes: adoración, desagravio, acción de gracias y petición.

a) Adoración.- Dar culto a Dios es un mandato reiteradamente repetido en todas las religiones y para los cristianos viene exigido por el mismo Dios en el Antiguo Testamento. En efecto, después que Yavéh se revela como el Dios uno y único, condena cualquier práctica de culto a los dioses paganos y señala el modo concreto de darle culto: "Dijo el Señor a Moisés: Así hablarás a los hijos de Israel: Vosotros habéis visto que os he hablado desde el cielo. No os fabriquéis dioses de plata, ni os haréis dioses de oro. Me harás un altar de tierra y me sacrificarás sobre él tus holocaustos y tus sacrificios de comunión, tu ganado menor y tu ganado mayor; en todo lugar donde haga conmemorar mi nombre, vendré a ti y te bendeciré" (Ex 20,22-24).

Y, seguidamente, anuncia castigos en caso de que el pueblo descuide rendirle el culto debido: "Si no escucháis ni tomáis a pecho dar gloria a mi Nombre, dice Yahvé Sebaot, yo lanzaré sobre vosotros maldición" (Mal 2,2).

Mandatos y castigos similares -en caso de no cumplir este precepto- se encuentran en otros muchos textos. Tal obligación será de continuo recordada por los profetas, con el fin de que el pueblo israelita mantenga sus creencias de acuerdo con la revelación de Dios. Así Isaías sentencia: "Yo, Yahvé, ése es mi nombre, mi gloria a otro no cedo, ni mi prez a los ídolos". Y, seguidamente, entona este cántico de alabanza: "Cantad a Yavéh un cántico nuevo, su loor desde los confines de la tierra. Que le canten el mar y cuanto contiene, las islas y sus habitantes. Alcen la voz el desierto y sus ciudades (...). Aclamen los habitantes de Petra, desde la cima de los montes vociferen. Den gloria a Yavéh, su loor en las islas publiquen" (Is 42, 8-12).

Asimismo, los Salmos abundan en invitaciones a que se adore al Señor y se le dé culto: "Te darán gracias, Yavéh, todas tus obras y tus amigos te bendecirán; dirán la gloria de su reino, de sus proezas hablarán" (Sal 145, 10-12). Y en ocasiones el salmista se entusiasma con la gloria y la grandeza de Yavéh: "¡Álzate, oh Dios, sobre los cielos, sobre toda la tierra tu gloria!" (Sal 57,6).

Actitudes similares se encuentran en el Nuevo Testamento. Jesús mismo recuerda el mandato del A. T. (Mt 4,10; 22,34-40) y añade que "los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre busca" (Jn 4,23-24). Él mismo ensalza y alaba a su Padre (Mt 11,25-27) e invita a los discípulos a que adoren al Padre que está en el cielo (Lc 4,8). A su vez, los Apóstoles hacen confesión de la gloria de Dios: "En todo sea Dios glorificado por Jesucristo, cuya es la gloria y el imperio por los siglos de los siglos" (1 Ped 4,11). Y el mismo Jesús es adorado por sus discípulos (Lc 5,8-9). El Apocalipsis rememora el culto a Dios y a Jesucristo en estos términos tan solemnes: "Y cantaban el cántico del Cordero, diciendo: Grandes y estupendas son tus obras, Señor, Dios Todopoderoso; justos y verdaderos tus caminos, Rey de las naciones. ¿Quién no te temerá, Señor, y no glorificará tu nombre? Porque tú solo eres santo y todas las naciones vendrán y se postrarán delante de ti" (Apoc 15,3-4).

Esta misma solemnidad en el culto se proclama y se rinde sólo a la Persona de Jesucristo: "Digno es el cordero, que ha sido degollado, de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la bendición. Y todas las criaturas que existen (...) y todo lo que hay en ellos oí que decían: Al que estás sentado en el trono y al Cordero, la bendición el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos (...). Y los ancianos cayeron en hinojos y adoraron" (Apoc 5,12-14).

b) Desagravio.- Al reconocer la grandeza de Dios y adorarle, el hombre descubre que su conducta no está a la altura de lo que debería ser. Así reconoce sus pecados y siente la necesidad de desagraviar por las faltas cometidas. De este modo, la virtud de la religión se desarrolla en actos de petición de perdón. El ejemplo más plástico es del "Padre Nuestro", donde el creyente eleva la mente Dios y le pide: "perdona nuestros pecados".

El desagravio y la satisfacción por los propios pecados es una práctica generalizada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. El Levítico se inicia con la descripción de los ritos de expiación que ha de hacer el pueblo: se define como "Ritual de los sacrificios", y dedica a ello los siete primeros capítulos (Lev 1-7). El tema se repite y trata ampliamente en los Números. En este libro se expone la doctrina acerca de la dimensión expiatoria que corresponde al sacrificio que ofrecen los sacerdotes (Num 17,27-28). A este respecto, conviene citar los Salmos, entre los que sobresale al salmo 50, que expresa el dolor por los pecados cometidos.

La predicación de Jesús se inicia con la llamada a la conversión y a la penitencia de todo el pueblo con el fin de que se preparen para aceptar la persona y la enseñanza del Mesías: "Comenzó Jesús a predicar y a decir: Arrepentíos porque se acerca el reino de Dios" (Mt 4,17; Mc 1,14-15). Y el mismo Jesús es presentado por Juan el Bautista como "el cordero de Dios que quita el pecado mundo" (Jn 1,29). A partir de estos datos, Jesús se presenta con la misión de buscar a los pecadores (Lc 15,1-30). Pero advierte acerca de la necesidad imperiosa de que todos deben hacer penitencia por sus pecados: "Yo os digo que, si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis" (Lc 13,3). Los testimonios podrían multiplicarse. Finalmente, Jesús encarga a los Apóstoles que "prediquen en su nombre la penitencia para la remisión de los pecados a todas las naciones" (Lc 24,47).

c) Acción de gracias.- Además del acto de adorar y desagraviar por los propios pecados, la virtud de la religión se expresa también en la "acción de gracias". En efecto, cuando el hombre descubre la grandeza de Dios, se reafirma en que todas sus cosas son un don divino, por lo que, espontáneamente, entona un himno de acción de gracias. Este dato lo confirma nuestra propia existencia religiosa, pues, después de alabar a Dios y sentir el alivio del perdón, de inmediato irrumpimos en agradecimiento a esa grandeza divina que nos protege y defiende de continuo.

El deber de dar gracias a Dios es mencionado frecuentemente en la Biblia. A esta actitud de agradecimiento corresponde la pregunta del salmista: "¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?" (Sal 116,12). Y el pueblo de Israel explota en himnos de acción de gracias después de los acontecimientos en los que sintió la protección de su Dios. Tal es el origen de los cánticos de Moisés (Ex 15,1-20), el de Débora y Baraq (Jue 1-31), el Cántico de David (2 Sam 22,2-51), etc. A este sentimiento responde también en el Nuevo Testamento el Magnificat de la Virgen (Lc 1,46-55) y el cántico de Simeón (Lc 2,29-32).

Pero es el mismo Jesús quien da ejemplo del agradecimiento a Dios que se ha de tener en todo momento. En efecto, los Evangelios narran las diversas circunstancias en las que Jesús se detiene a dar gracias al Padre. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: "Los evangelistas han conservado las dos oraciones más explícitas de Cristo durante su ministerio. Cada una de ellas comienza precisamente con la acción de gracias" (CEC 2603). La primera de ellas recoge la oración en la que Jesús agradece al Padre que "haya ocultado aquellas cosas a los sabios y prudentes y las haya revelado a los humildes" (Lc 10, 21). La segunda, la recoge San Juan con ocasión de la resurrección de Lázaro: "Padre, yo te doy gracias por haberme escuchado" (Jn 11,41).

Otros muchos testimonios se encuentran en los escritos de los Apóstoles. San Pablo propone a los bautizados este programa de vida: "Todo cuanto hacéis... hacedlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él" (Col 3,17). A los cristianos de Tesalónica les escribe: "Dad en todo gracias a Dios" (1 Tes 5,18). Y el Apóstol propone a modo de consigna a los creyentes: "Vivir en acción de gracias" (Col 3,15).

Pero la acción de gracias por excelencia es la Eucaristía. El término "eucharistein" (Lc 22,19; 1 Cor 11,24), significa "dar gracias" y evoca el agradecimiento por el misterio que en la Misa se celebra: la muerte redentora de Jesús. O, como afirma el Catecismo: "eucharistein recuerda las bendiciones judías que proclamaban ?sobre todo durante la comida- las obras de Dios: la creación, la redención y la santificación" (CEC 1328). De este modo, la Iglesia se mantiene en continua acción de gracias por la celebración diaria de la Eucaristía, como "memorial de la pasión y de la resurrección del Señor".

d) Oración de petición.- La impetración a Dios por parte del hombre es una constante en todas las religiones: el hombre siempre recurre a Dios en ayuda de sus necesidades. Santo Tomás justifica así la oración de petición como acto de la virtud de la religión: "El objeto propio de la virtud de la religión es rendir a Dios honor y reverencia. Por consiguiente, todo aquello con lo que rendimos reverencia a Dios entra dentro de la religión. Este es el caso de la oración, pues por ella el hombre se somete a Dios y confiesa la necesidad que tiene de Él, como autor de todos sus bienes" [4].

En el cristianismo la oración de petición es consecuencia inmediata de la propia vocación. En efecto, si el hombre ha sido llamado por Dios; es decir, si ha recibido una "vocación" de Dios (vocatio=vocación), debe responderle (in-vocare=invocación). Por ello, la "invocación" es la respuesta a la "vocación". De este modo, el hombre se convierte en un dialogante asiduo de Dios, al cual hace presente todas sus necesidades.

A este respecto, el A.T. es rico en testimonios de oración de petición, tanto para remediar las necesidades individuales, como para beneficio de todo el pueblo. Así es modélica la petición de Abraham en favor de los habitantes de las ciudades corrompidas, Somorra y Gomorra, a las que Dios está dispuesto a castigar severamente (Gn 18,16-33). Asimismo, cabe destacar las oraciones de Moisés por el pueblo (Gn 14,15; 17,4; 17,10-14) y la oración de petición que expresan los Salmos (Sal 5,2-3), etc. Finalmente, los profetas aseguran a los israelitas que Dios está dispuesto a oír siempre la oración de su pueblo: "Antes que ellos me llamen, yo los responderé; aún estarán hablando, y yo les escucharé" (Is 65,24).

Pero es el N.T. donde se encuentran los más explícitos testimonios acerca de la oración de petición. Así, por ejemplo, no deja de sorprender que Jesús, en privado y en público, interceda por los hombres (Mt 11,25-27; 14,23; Lc 3,21; 6,12; 9,18, etc.). Jesús pide al Padre que envíe el Espíritu Santo a los Apóstoles (Jn 14,16), "que les guarde en su nombre" (Jn 17,6-9); "que sean uno como nosotros" (Jn 17,11), que "los guarde del mal" (Jn 17,15), etc.

Y no sólo el ejemplo de Jesús, sino que también es constante la insistencia en encomendar a sus seguidores con el fin de que sean asiduos en exponer todas sus necesidades al Padre. Los textos son muchos; baste citar sólo uno: "Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque quien pide recibe, quien busca halla y a quien llama se le abre. Pues ¿quién de vosotros es el que, si un hijo le pide pan, le da una piedra, o, si pide un pez, le da una serpiente? Si, pues, vosotros siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos, dará cosas buenas a quien se las pide!" (Mt 7,7-11).

Y estas enseñanzas, Jesús las ejemplifica con la parábola del amigo inoportuno (Lc 11,5-13).

Las enseñanzas de Jesús se continúan en otros escritos del N.T., los cuales son constantes en recomendar a los cristianos que acudan a la oración de petición, pues, como asegura el Apóstol Santiago, "mucho puede la oración fervorosa del justo (Sant 5,16-17).

El deber social de la religión y el derecho a la libertad religiosa

La llamada de Dios es individual: Dios llama a cada uno por su nombre (Is 43,1). Por lo que la respuesta ha de ser también personal: "Nadie puede creer por otro". Ahora bien, en su práctica religiosa, cada hombre y mujer, además del culto privado, la expresan también con manifestaciones públicas. La razón es doble. Primera, por la propia condición de la persona, que no agota su existencia en su ser individual, sino que necesita expresarla en el contexto social de su vida: el hombre es un ser social por naturaleza. Segunda, por la índole propia de la religión que demanda que se manifieste en ritos, costumbres, instituciones, fiestas, etc., que atañen a la entera sociedad.

Esta dimensión social de la religión requiere que sea aceptada y protegida por el poder político. Ahora bien, se impone distinguir entre "estatal" y "público": todo lo estatal es público, pero no todo lo público es estatal. A este respecto, los Estados deben proteger las manifestaciones públicas que no se opongan al bien común. Por ello, el Estado puede ser indiferente, pero no beligerante con la religión. Es cierto que cabe que la Constitución de una nación se declare "laica", por cuanto no reconoce oficialmente ninguna religión concreta. Pero tales Estados no pueden ser ajenos a las demandas de los ciudadanos que se declaran practicantes de una determinada religión, máxime en el caso de que la mayoría profese una misma confesión religiosa. En este caso, el Estado no sólo debe respetar, sino reconocer, facilitar y proteger el ejercicio de ese derecho que la mayoría ciudadana demanda. En ningún caso cabe identificar "sociedad" con "Estado": éste puede ser ajeno a la práctica religiosa. La sociedad, por el contrario, debe acoger, favorecer y ayudar a que los distintos individuos que la integran puedan desarrollar sus derechos, con el fin de que alcancen su propia perfección.

En consecuencia, cabe proclamar y defender la "libertad religiosa", que reconoce el derecho de todo ciudadano a dar culto a Dios tanto en su vida privada, como en sus manifestaciones públicas. A este respecto, la Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II enseña: "La libertad o inmunidad de coacción en materia religiosa que compete a las personas individualmente consideradas, deben serles reconocida también cuando actúan en común. Porque las comunidades religiosas son exigidas por la naturaleza social del hombre y de la misma religión. Por consiguiente, a estas comunidades, con tal de que no se violen las justas exigencias del orden público, debe reconocérseles el derecho de inmunidad para regirse por sus propias normas, para honrar a la Divinidad con culto público, para ayudar a sus miembros en el ejercicio de la vida religiosa y sostenerles mediante la doctrina, así como para promover instituciones en las que sus seguidores colaboren con el fin de ordenar la propia vida según sus principios religiosos".

Seguidamente, la Declaración formula y reclama para los ciudadanos otros derechos. En concreto, los siguientes:

-"no ser impedidos por medios legales o por la acción administrativa de la autoridad civil en la selección, formación, nombramiento y traslado de sus propios ministros";

-"tener relaciones con otras comunidades religiosas";

-"erigir edificios religiosos, adquirir y disfrutar de los bienes convenientes";

-tener sus propios "medios de educación";

-"hacer profesión pública, de palabra y por escrito, de su fe";

-"manifestar libremente el valor peculiar de su doctrina para la ordenación de la sociedad y para la vitalización de toda actividad humana".

Y la Declaración concluye: "Finalmente, en la naturaleza social del hombre y en la misma índole de la religión se funda el derecho por el que los hombres, movidos por su sentido religioso propio, pueden reunirse libremente o establecer asociaciones educativas, culturales, caritativas, sociales" (DH 4).

Estos derechos fundamentales del hombre son reconocidos por la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU: "Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia" (art. 18).

Estos derechos también se recogen en la Constitución Española del año 1978: "Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencia. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones religiosas" (art. 16).

En consecuencia, se ha distinguir entre Estado laico y laicismo. El Estado laico no profesa oficialmente ninguna religión, pero debe favorecer el culto privado y público de los ciudadanos, bien se manifieste individualmente o en grupo. El Estado laicista, por el contrario, suele adoptar posturas beligerantes e incluso hostiles contra los grupos religiosos, lo cual se opone a los derechos fundamentales de los ciudadanos reconocidos por la Carta Magna de las Naciones Unidas y la Constitución Española.

Pecados contra la virtud de la religión

La amplitud y grandeza de la virtud de la religión explica la diversidad de pecados que cabe cometer contra el honor y el culto que el hombre debe rendir a Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica estudia con cierto detalle cada uno de estos pecados y hace esta síntesis inicial: "El primer mandamiento prohibe honrar a dioses distintos del Único Señor que se ha revelado a su pueblo. Proscribe la superstición y la irreligión. La superstición representa en cierta manera una perversión, por exceso, de la religión. La irreligión es un vicio opuesto por defecto a la virtud de la religión" (CEC 2110).

En concreto, cabe pecar contra la virtud de la religión de dos modos: Por defecto; o sea, cuando no se cumplen los preceptos relativos al culto debido a Dios. Y por exceso; es decir, cuando se hace un uso indebido del culto divino. En esquema, estos son los pecados más habituales:

a) Por defecto: ateísmo, agnosticismo y apostasía, herejía, dudas voluntarias, indiferentismo y alistarse a la masonería.

b) Por exceso: idolatría, superstición, adivinación y magia.

Ateísmo: Es negar la existencia de Dios. Puede ser "teórico" y "práctico", según se niega su existencia teóricamente o, de hecho, si se vive prescindiendo totalmente de Dios (cf. CEC 2123-2126).

Agnosticismo: Es la teoría que sostiene que la razón humana no puede ni demostrar la existencia de Dios, ni tampoco negarla. De hecho, el agnóstico prescinde de Dios y tarde o temprano acaba siendo ateo. Al menos vive como tal (CEC 2127-2128).

Apostasía: Es el abandono y la negación de Dios, en el cual antes se había creído. El apóstata abandona la fe (CEC 2089).

Herejía: Es mantener con pertinacia un error contra la fe. El hereje es aquel que, advertido de un error contrario a la fe católica, lo sigue manteniendo y defendiendo (CEC 465-469).

Dudas voluntarias: Peca contra la virtud de la religión quien, voluntariamente, mantiene dudas contra las verdades reveladas y no pone los medios para salir de la duda (CEC 2088).

Indiferentismo: Es la actitud de quien se muestra totalmente indiferente a sus relaciones con Dios (CEC 2094),

Alistarse a la Masonería: La Iglesia prohíbe que los católicos se asocien a esta institución. Tal prohibición ha sido de nuevo recordada por una Declaración de la Congregación de la Doctrina de la Fe en 1983.

Idolatría: Es adorar a dioses falsos o dar culto a las fuerzas de la naturaleza o a objetos que nada tienen que ver con la persona de Dios. Consiste en divinizar lo que no es Dios (CEC 2112-2114).

Superstición: Es atribuir un efecto extraordinario, casi mágico, a ciertas prácticas religiosas. El supersticioso padece un sentimiento religioso desviado de la verdadera piedad (CEC 2111).

Adivinación: Acción de predecir el futuro o descubrir las cosas ocultas, por medio de agüeros o sortilegios (CEC 2115-2116).

Magia: Es el arte o la ciencia oculta con que pretende producir, mediante ciertos actos o palabras, o con la intervención de espíritus, genios o demonios, fenómenos extraordinarios, contrarios a las leyes naturales (CEC 2117).

Pero toda esta abundante lista de pecados no oscurece el aspecto positivo de la virtud de la religión, pues este elenco se queda corto ante la suma de actos de culto, de veneración, de reverencia y de adoración -tanto en privado como públicamente- que practican los creyentes que viven con rigor la virtud de la religión.

El culto a las imágenes

Israel era un pueblo insignificante frente a los pueblos vecinos; a su vez, el pueblo judío no gozaba de la cultura que distinguía a Egipto, Asiria, Grecia, etc. Todas estas grandes culturas eran politeístas y adoraban profusamente con templos, monumentos e imágenes a sus dioses y diosas. Por eso, para evitar el riesgo del politeísmo, Yavéh prohibió que se le representase con cualquier tipo de imagen (Dt 4,15-16). Ahora bien, desde que Dios se encarna y se hace hombre, con la persona de Jesús y sus enseñanzas, tal peligro desaparece, y por ello, desde muy pronto, se le representó bajo el símbolo de un pastor, y sobre todo se veneró la cruz, como sígno de su muerte redentora. Por eso, la Iglesia admite y fomenta que los misterios cristianos se representen en imágenes, pinturas y esculturas. Más aún, propone que los fieles veneren e invoquen las imágenes de la Trinidad, de Jesucristo, de la Virgen y de los Santos. Pues, como escribió san Basilio: "el honor de la imagen se dirige al original" [5].

En el siglo VIII se suscitó un movimiento herético ?los iconoclastas- que rechazaba el culto de veneración a las imágenes. Esta herejía fue condenada por la Iglesia en el II Concilio de Nicea (a. 787). El Concilio propone esta doctrina: "Definimos con toda exactitud y cuidado que de modo semejante a la imagen de la preciosa y vivificante cruz han de exponerse las sagradas y santas imágenes, tanto las pintadas como las de mosaico y de otra materia conveniente, en las santas iglesias de Dios, en los sagrados vasos y ornamentos, en las paredes y cuadros, en las casas y en los caminos, las de nuestro Señor y Dios y Salvador Jesucristo, de la Inmaculada Señora nuestra la santa madre de Dios, de los ángeles y de todos los varones santos y santas" (DS 302).

Y el Concilio enseña que las imágenes "mueven a los que las miran al deseo y recuerdo de los originales", por lo que "el que adora una imagen, adora a la persona en ella representada". En consecuencia, a las imágenes se les debe "tributar saludo y veneración", pero no culto de latría. Esta misma enseñanza se recoge en el Catecismo de la Iglesia Católica: "Como el Verbo se hizo carne asumiendo una verdadera humanidad, el cuerpo de Cristo era limitado. Por eso se puede `pintar´ la faz humana de Jesús. En el séptimo Concilio Ecuménico la Iglesia reconoció que es legítima su representación en imágenes sagradas" (CEC 476) [6].

Actitud del hombre ante Dios: la virtud de la humildad y de la obediencia

Como se dice más arriba, el culto cristiano toma origen en el reconocimiento por parte de la persona humana de la grandeza insondable de Dios: ante la majestad divina, el hombre y la mujer se postran y se arrodillan en actitud de profunda y total adoración. Ahora bien, sólo adora el que admira, de forma que, en la medida en que aumenta la admiración ante lo divino, en justa correspondencia surge la veneración rendida a la grandeza del Dios Trino y Uno. De ahí que una generación o una cultura que pierda la capacidad de admirar la grandeza insondable de Dios, a su vez, pervierte la capacidad de reconocerle tal cual es y no siente la necesidad de adorarle [7].

No son pocos quienes denuncian que nuestra generación, debido a muchas y diversas causas -a lo que parece que no es ajeno el avance de la técnica- ha perdido capacidad de admirar. Si tal fuese la condición de nuestra cultura, ello explicaría la ausencia de la adoración en nuestro tiempo. Ello convierte en tarea urgente recuperar el sentido del misterio.

Ahora bien, tanto la admiración como el misterio sólo son capaces de descubrirlo las personas humildes ?pobres o ricos-, que se interrogan y buscan repuesta a las preguntas últimas de la existencia humana. Por lo que, únicamente, los humildes concluyen que sólo en Dios se encuentra la respuesta adecuada.

Y a la humildad debe acompañar la obediencia, pues no basta ver y descubrir el camino, sino que, después de encontrarlo, es preciso recorrerlo. De aquí que, junto a la humildad, se necesite también la obediencia para dejar conducirse por la senda que lleva a Dios Y, una vez que se barrunte la grandeza del misterio de Dios, se busque con pasión y se encuentre, luego se sentirá la necesidad imperiosa de adorarle.

Notas

[1] San Agustín, Enchiridium sobre la fe, la esperanza y la caridad III. PL 40, 232.
[2] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica II-II, q. 81, a.5.
[3] Tal es la filosofía de X. Zubiri, Naturaleza. Historia. Dios. Editora Nacional. Madrid 1951, 327-363.
[4] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica II-II, q. 83, a. 3.
[5] San Basilio, De Spirito Sancto 18, 45. PG 32, 149.
[6] Una doctrina más extensa y completa se encuentra en CEC, nn. 1159-1162; 2129-2132 y 2141.
[7] El uso del término "pervertir" tiene aquí su pleno sentido, pues, mientras grandes sectores de la actual sociedad han perdido la admiración por Dios y por las cosas sagradas, aumenta cada día la admiración por ciertas cosas y por personas de la vida cultural o deportiva, muchas de ellas de imagen bastante deteriorada.

BIBLIOGRAFÍA:
Aurelio Fernández
Cfr. Moral Especiallp, Madrid 2002, cap. III



Padre Samuel Bonilla/
Redacción

A menudo escuchamos “Dios te bendiga” o simplemente “bendiciones”, ¿es eso correcto? ¿Hay algún fundamento bíblico? Veremos que sí, pero hay que hacerlo adecuadamente.

Etimología: la palabra “bendición” viene del latín beneditio, beneditionis, es decir, se compone de bene (bien) y dicere (decir), por lo que bendecir es “decir bien” de alguien.

Fundamento bíblico: lo encontramos en el Libro de los Números 6,22-27, en donde expresamente dice así:
22 El Señor le ordenó a Moisés:
23 «Diles a Aarón y a sus hijos que impartan la bendición a los israelitas con estas palabras:
24 »“El Señor te bendiga y te guarde;
25 el Señor te mire con agrado y te extienda su amor;
26 el Señor te muestre su favor y te conceda la paz”.
27 »Así invocarán mi nombre sobre los israelitas, para que yo los bendiga».

De aquí podemos concluir que la acción de bendecir pertenece a Dios, no al hombre. 

Cuando alguien bendice (un papá, mamá, amigo) debe siempre hacer referencia a Dios. No podemos banalizar, ni que se convierta en una muletilla el decir “bendiciones”, sino que al hacerlo se debe siempre mencionar el sujeto de la bendición: Dios. Lo correcto entonces es “Dios te bendiga”, “el Señor te bendiga”, no simplemente “bendiciones”.

La bendición entonces no es una simple “buena suerte”, sino más bien pedirle a Dios que acompañe, proteja… bendiga a esa persona a la cual la dirigimos. ¡Que Dios te bendiga!

¿Qué nos dice la Iglesia Católica?

En el número 1669 del Catecismo de la Iglesia Católica, se expresa que "Los sacramentales proceden del sacerdocio bautismal: todo bautizado es llamado a ser una "bendición"(1) y a bendecir (2). Por eso los laicos pueden presidir ciertas bendiciones(3); la presidencia de una bendición se reserva al ministerio ordenado (obispos, presbíteros o diáconos, [cf. Bendicional, Prenotandos generales, 16 y 18]), en la medida en que dicha bendición afecte más a la vida eclesial y sacramental.

(1) El Génesis, capítulo 12, versículo 2, nos dice que el que bendice es Dios y que nosotros somos una bendición, pero por Él:  "Yo haré de ti una gran nación y te bendeciré; engrandeceré tu nombre y serás una bendición".

(2) En el Evangelio según San Lucas 6, 28: "Bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman":
En la Carta de San Pablo a los Romanos 12, 14: "Bendigan a los que los persiguen, bendigan y no maldigan nunca"
En la Primera Carta de San Pedro 3, 9:  "No devuelvan mal por mal, ni injuria por injuria: al contrario, retribuyan con bendiciones, porque ustedes mismos están llamados a heredar una bendición". Es obvio, por la visto desde el Génesis y el Libro de los Números, que la petición de bendecir o retribuir con bendiciones a los que nos odian, no se hace a nombre personal, sino invocando a que Dios bendiga a nuestros enemigos.

(3) Dos aspectos fundamentan esto. Primero, la Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la Sagrada Liturgia, del Concilio Vaticano II, en su número 79 que dice textualmente: "Revísense los sacramentales teniendo en cuanta la norma fundamental de la participación consciente, activa y fácil de los fieles, y atendiendo a las necesidades de nuestros tiempos".

"En la revisión de los rituales, a tenor del artículo 63, se pueden añadir también nuevos sacramentales, según lo pida la necesidad. Sean muy pocas las bendiciones reservadas y sólo en favor de los Obispos u ordinarios. Provéase para que ciertos sacramentales, al menos en circunstancias particulares, y a juicio del ordinario, puedan ser administrados por laicos que tengan las cualidades convenientes".

Y, segundo, el número 1168 del Código de Derecho Canónico que señala textualmente que "Es ministro de los sacramentales el clérigo provisto de la debida potestad; pero, según lo establecido en los libros litúrgicos y a juicio del Ordinario, algunos sacramentales pueden ser administrados también por laicos que posean las debidas cualidades". De esto último, sólo el obispo pude autorizar a su juicio que ciertos sacramentales los pueda administrar un laico, y además, debe tener ciertas cualidades.

Lo absurdo del simple "Yo te bendigo"

En todas las fórmulas de bendición presidias por el Obispo, Presbítero o Diácono, se hacen con la autoridad que un ministro legítimamente instituido tiene. Si leemos con cuidado los bendicionales, por lo regular la fórmula de una bendición dada por un sacerdote es así: "La bendición de Dios Omnipotente, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, descienda sobre vosotros y permanezca para siempre".

Es decir, el ministro, con la autoridad otorgada por Dios a su persona a través del sacramento del Orden, da la bendición de Dios. Dios autoriza a sus ministros a bendecir en su nombre, no a nombre de ellos mismos. No dice: "La bendición del presbítero Fulano descienda sobre ti" o "Yo te bendigo".  Decir "YO te bendigo" y no "DIOS te bendiga" tiene de separación un infinito abismo.

Hacer eso sería un acto de soberbia, queriéndose poner en el lugar de Dios, cuando el único que bendice es Dios.

Tengamos cuidado con lo que hacemos, copiamos, escribimos y decimos. Lo correcto es:
Dios te bendiga.




TÍTULO ORIGINAL
Tezuka Osamu no Kyûyaku Seisho Monogatari (In The Beginning - The Bible Stories) (TV Series)

AÑO
1997

DURACIÓN
24 min.

PAÍS
Japón

DIRECTOR
Osamu Dezaki

GUIÓN
Idea: Osamu Tezuka

MÚSICA
Katsuhisa Hattori

FOTOGRAFÍA
Animacion

REPARTO
Animacion

PRODUCTORA
Tezuka Productions

WEB OFICIAL
http://en.tezuka.co.jp/anime/sakuhin/ts/ts022.html

GÉNERO
Serie de TV. Animación. Aventuras. Infantil | Religión. Biblia

SINOPSIS Serie de TV (1997). 26 episodios. La historia más grande jamás contada, ahora en dibujos animados. Producidos por los estudios de animación de Osamu Tezuka y realizados bajo el asesoramiento de El Vaticano, la serie consta de 26 capítulos de media hora de duración, dirigida al seno de la familia; Lista de episodios:

* En el Principio
* Los Hijos de Adán
* El Arca de Noé
* La Torre de Babel
* El Patriarca de Abraham
* Sodoma y Gomorra
* La Historia de Israel
* El Destino de Isaac
* Vendidos por sus Hermanos
* El Triunfo de José
* Moisés el Egipcio
* La Zarza Ardiente
* Moisés y el Faraón
* El Éxodo
* Las Tablas de la Ley
* El Becerro de Oro
* La Tierra Prometida
* Jericó
* Un Rey para Israel
* La Derrota de Saul
* La Estirpe de David
* El Reino de Salomón
* El Exilio de Israel
* Jerusalén, Jerusalén
* Profetas en el Desierto
* Una Estrella Brilla en Oriente.


TÍTULO ORIGINAL
Tezuka Osamu no Kyûyaku Seisho Monogatari (In The Beginning - The Bible Stories) (TV Series)

AÑO
1997

DURACIÓN
24 min.

PAÍS
Japón

DIRECTOR
Osamu Dezaki

GUIÓN
Idea: Osamu Tezuka

MÚSICA
Katsuhisa Hattori

FOTOGRAFÍA
Animacion

REPARTO
Animacion

PRODUCTORA
Tezuka Productions

WEB OFICIAL
http://en.tezuka.co.jp/anime/sakuhin/ts/ts022.html

GÉNERO
Serie de TV. Animación. Aventuras. Infantil | Religión. Biblia

SINOPSIS Serie de TV (1997). 26 episodios. La historia más grande jamás contada, ahora en dibujos animados. Producidos por los estudios de animación de Osamu Tezuka y realizados bajo el asesoramiento de El Vaticano, la serie consta de 26 capítulos de media hora de duración, dirigida al seno de la familia; Lista de episodios:

* En el Principio
* Los Hijos de Adán
* El Arca de Noé
* La Torre de Babel
* El Patriarca de Abraham
* Sodoma y Gomorra
* La Historia de Israel
* El Destino de Isaac
* Vendidos por sus Hermanos
* El Triunfo de José
* Moisés el Egipcio
* La Zarza Ardiente
* Moisés y el Faraón
* El Éxodo
* Las Tablas de la Ley
* El Becerro de Oro
* La Tierra Prometida
* Jericó
* Un Rey para Israel
* La Derrota de Saul
* La Estirpe de David
* El Reino de Salomón
* El Exilio de Israel
* Jerusalén, Jerusalén
* Profetas en el Desierto
* Una Estrella Brilla en Oriente.




TÍTULO ORIGINAL
Tezuka Osamu no Kyûyaku Seisho Monogatari (In The Beginning - The Bible Stories) (TV Series)

AÑO
1997

DURACIÓN
24 min.

PAÍS
Japón

DIRECTOR
Osamu Dezaki

GUIÓN
Idea: Osamu Tezuka

MÚSICA
Katsuhisa Hattori

FOTOGRAFÍA
Animacion

REPARTO
Animacion

PRODUCTORA
Tezuka Productions

WEB OFICIAL
http://en.tezuka.co.jp/anime/sakuhin/ts/ts022.html

GÉNERO
Serie de TV. Animación. Aventuras. Infantil | Religión. Biblia

SINOPSIS Serie de TV (1997). 26 episodios. La historia más grande jamás contada, ahora en dibujos animados. Producidos por los estudios de animación de Osamu Tezuka y realizados bajo el asesoramiento de El Vaticano, la serie consta de 26 capítulos de media hora de duración, dirigida al seno de la familia; Lista de episodios:

* En el Principio
* Los Hijos de Adán
* El Arca de Noé
* La Torre de Babel
* El Patriarca de Abraham
* Sodoma y Gomorra
* La Historia de Israel
* El Destino de Isaac
* Vendidos por sus Hermanos
* El Triunfo de José
* Moisés el Egipcio
* La Zarza Ardiente
* Moisés y el Faraón
* El Éxodo
* Las Tablas de la Ley
* El Becerro de Oro
* La Tierra Prometida
* Jericó
* Un Rey para Israel
* La Derrota de Saul
* La Estirpe de David
* El Reino de Salomón
* El Exilio de Israel
* Jerusalén, Jerusalén
* Profetas en el Desierto
* Una Estrella Brilla en Oriente.





Si nos duele cuando lastimamos un ser querido con una ofensa, ¡cuánto más si la ofensa es a Dios mismo!

Por: Manuel Mendoza, L.C. 

La historia de los primeros Padres nos deja una moraleja: con Dios no se juega. Si bien el diablo es fuerte y tiene “cierto poder” sobre el hombre, también es cierto que el alma siempre podrá reorientar su vida, porque Dios es más fuerte y le dará su gracia. El demonio sabe de qué pie cojeamos y ahí nos pone la zancadilla. Pero Cristo está de nuestro lado: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil 4,13).

Para volver a Dios es preciso remover los obstáculos que se atraviesan en el camino. Por eso un medio eficaz para resistir las tentaciones es la compunción del corazón. ¿Qué es pues esta compunción? Don Columba Marmión, en su libro Jesucristo ideal del Monje, nos dice que es una disposición interior que mantiene habitualmente al alma en contrición. Un ejemplo. Supongamos que una persona tuvo la desgracia de caer en pecado mortal. A esta persona la misericordia de Dios le concede la gracia del arrepentimiento y le dispone a confesarse con sinceridad.

Vemos en Pedro que ante la pregunta de una criada tiene la desfachatez de negar a su Maestro cuando horas antes le había prometido dar su vida por Él. Sus lágrimas son la muestra perfecta de su compunción y así, arrepentido, Cristo le da su misericordia. Desde aquel momento Pedro dará testimonio de su Maestro hasta el heroísmo. Lo mismo sucede con el hijo pródigo, cuando sintió la lejanía del Padre: “Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo” (Lc 15, 21). Seguramente aquellas lágrimas conmovieron tanto al Padre que le vistió de ropas finas y le llenó de besos. Esta es la imagen de la misericordia de Dios. También Magdalena, postrada ante los pies de Jesús, no hace otra cosa que llorar. Enjugando con sus cabellos los pies del Maestro pide su misericordia y perdón. Por eso ante tal Misericordia de Dios digamos: “No desprecies, Señor, al corazón contrito y humillado” (Salmo 50,19). Cuado un alma se esfuerza en purificarse de sus culpas y con buena voluntad se esmera en reparar las faltas cometidas, Dios nunca le dejará solo. Como dice San Agustín: “Dios atiende más a las lágrimas que el mucho hablar”.

Uno puede pensar qué duro y difícil será alcanzar esta actitud de compunción cuando nunca lo habías pensado o practicado. Si nos duele cuando lastimamos un ser querido con una ofensa, ¡cuánto más si la ofensa es a Dios mismo! San Benito en su regla dice a sus monjes: “Y no olvidemos que seremos atendidos, no por largos discursos, sino por la pureza del corazón y por las lágrimas de nuestra compunción” (Regla Cap. XX). San Francisco de Sales, dando consejos a Filotea sobre la purificación de los pecados mortales del alma dice: “Después de haber preparado y juntado de esta manera los humores viciosos de tu conciencia, detéstalos y arrójalos por medio de la más fuerte contrición y dolor de que fuere capaz tu corazón, considerando estas cuatro cosas: que por el pecado has perdido la gracia de Dios, has sido despojada del derecho de la gloria, has aceptado las penas eternas del infierno, y has renunciado al amor eterno de tu Dios”(Cf. Vida devota, cap. I-VIII). Lo mismo podemos hacer nosotros aprendiendo su ejemplo de vida plena y feliz aún en las muchas tentaciones que sobrellevaron. Ellos se armaron de valor para trabajar con fuerza y ánimo para permanecer fieles al amor de Dios y alcanzar la gloria del cielo.

Odiemos el pecado. No sólo al pecado como palabra sino a las consecuencias que de éste se desprenden. Pío XII comenta: “El pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado” (Radiomensaje 26-X- 1946), y Juan Pablo II lo recalca: “oscurecido el sentido de Dios, perdido este decisivo punto de referencia interior, se pierde el sentido del pecado”. (Reconciliatio et paenitentia No. 18). Las tensiones juegan un papel importante en la vida del cristiano. Nos duelen cuando caemos pero muchas veces no nos damos cuenta que son escalones que Dios nos pone para llegar a Él. Desde la antigüedad grandes místicos nos proponen la compunción del corazón como medio eficaz contra las tentaciones, pues nos hace conscientes que somos pecadores necesitados del auxilio divino.

Si quieres realmente buscar al Señor, prepárate, porque serás zarandeado constantemente. La Sagrada Escritura dice: “Dichoso el hombre que es tentado” (Jac 1, 12). Leemos en la vida de Tobías: “ya que eres grato a Dios, convenía que la tentación te probase” (Tob 12, 13). Dios se muestra generoso en permitirnos participar de las tentaciones, pues en cada una se muestra su gracia y su poder. Él mismo quiso ser tentado en el desierto para mostrarnos su poder ante las tentaciones y asegurarnos su victoria. No temamos, pues Él ya ha vencido. Arrojémonos a sus brazos en las tentaciones y digamos como los apóstoles cuando estaban en medio del lago y las olas se levantaban con fuerza: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! (Mt 8, 24).

Hagamos como las vírgenes del evangelio que entraron al banquete de bodas. Santa Teresa de Ávila, al ver a Cristo en la cruz decía: “...lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón se me partía, y arrojéme cabe Él con grandísimo agradecimiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle...” El pensamiento constante en Dios nos hace permanecer en su presencia amorosa. Nos pone en alerta al “instante” del asalto del maligno. “Pues hay que apagar la chispa antes de que haga un fuego.” Muchas veces detrás de cada tentación está la mano de Dios que quiere podar el árbol para ensanchar el corazón y tenga así la capacidad de amor que necesita Dios.

Mucho bien produce rezar el salmo que compuso el rey David tras su pecado con Betsabé. Humillado se golpea el pecho y exclama: “contra Ti, contra Ti sólo pequé” (Salmo 50). Nuestro Señor conoció la inmensidad del pecado pues “su corazón rebosaba tristeza y una tristeza mortal” (Mt 26,38). La compunción del corazón de Cristo viene no por ser pecador, pues Él nunca conoció pecado alguno, más bien al profundizar en el pecado de los hombres que se alejaban de su Padre. Clavado en el madero, con gritos y lágrimas, ensancha su corazón en amor “hasta el extremo” (Jn 13,1).

Tengamos presente en todo momento que somos pecadores. San Agustín nos enseña: “ Ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones” (CCL 39,776). Y con Santa Catarina de Siena: “...la leña verde, puesta al fuego, gime por el calor y echa fuera el agua. Así, el corazón, reverdecido por la gracia, no tiene ya la sequedad del amor propio que es el que seca el alma. Así, el fuego y las lágrimas están unidos y forman un mismo deseo ardiente.” Cristo se hizo uno como tú para salvarte “Porque no ha venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mt 9,13).

Cuando uno conoce su gran miseria reconoce la omnipotencia de Dios. Pídele a Cristo vivir cada Bienaventuranza y ya obtenida, practica la compunción del corazón para seguir creciendo en unión con Él. “Bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por mi causa, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3-11).



El alma alude a lo que somos por creación; el espíritu se refiere a lo que hemos recibido gracias a la fe

Por: Fr. Nelson Medina, OP

Para san Pablo (1 Cor. 14:14-15, Ef. 4:23, 1 Tes. 5:23, Heb. 4:12, 1 Cor. 15:45, Rom 1:18) el alma es parte de lo que nosotros los seremos humanos somos por naturaleza. El alma alude a lo que todos somos y tenemos: todos "tenemos" alma.

En cambio, según este mismo apóstol, no todos tenemos "espíritu." Esta palabra alude a la novedad de la acción de Dios en la vida humana, es decir, aquel actuar que ha sido posible por la redención.

Tenemos "espíritu" porque se ha restablecido la amistad entre Dios y nosotros, gracias al sacrificio de Cristo y a la efusión del Espíritu Santo. Tener "espíritu" es ser "espiritual," o sea, haber sido renovado por el Espíritu Santo, que es el fruto precioso de la pascua de Cristo.

En resumen, el alma alude a lo que somos por creación; el espíritu se refiere a lo que hemos recibido gracias a la fe, en cuanto redimidos por Jesucristo y morada de su Espíritu. Las personas que viven una vida pegada a las cosas de esta tierra son cuerpo y alma solamente; san Pablo las llama "psiquikoi." Las personas que conocen al Señor y viven en amistad con él por la fe y la caridad son llamadas en cambio "pneumatikoi": gente con espíritu.

El Ser humano: Cuerpo, alma y espíritu

Por: Humberto Del Castillo Drago

Al aproximarnos al ser humano para responder a su propia identidad no podemos sino mirarlo como una unidad: cuerpo, alma y espíritu. La persona humana es, «por su propia naturaleza, una unidad bio-psico-espiritual. Existe por lo tanto una íntima relación entre lo exterior y lo interior, de manera que lo exterior repercute en lo interior, y viceversa».

La palabra “unidad” nos hace entender que el ser humano no es un compuesto, una suma de partes o elementos. No son tres naturalezas. Son tres dimensiones de una misma persona. Para comprender mejor esta unidad trial propia del ser humano, recordemos las palabras de San Pablo: «Que Él, el Dios de la paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma, y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo» (1Tes 5,23).

El hombre es, por su propia naturaleza, una unidad bio-psico-espiritual. Unidad integral de cuerpo, alma y espíritu en la que lo que sucede con cada una de las dimensiones repercute en las otras.

El hombre es un ser corporal; ésta es una realidad que se constata inmediatamente. Nuestro cuerpo tiene requerimientos físicos, necesidades vinculadas a esta dimensión, que no pueden ser desatendidas: respiración, alimento, bebida, abrigo y otras necesidades vinculadas al bienestar. La persona además de necesitar lo básico para sobrevivir requiere que su organismo mismo se desarrolle y viva en un ambiente adecuado para su expansión adecuada.

Es claro que lo biológico no explica todo lo que somos. Si seguimos avanzando en nuestra propia experiencia como personas, advertimos que nuestra relación con el mundo trasciende este nivel: así llegamos a descubrir que poseemos una dimensión psicológica. Esta dimensión tiene también sus propios requerimientos o necesidades, que el hombre experimenta como necesidades intelectuales (de saber, comprender, abarcar la realidad, etc.) y necesidades afectivas.

Cuerpo, alma y espíritu

En ese sentido, podemos decir que en la dimensión del alma, o psico-afectiva, el hombre experimenta también una serie de necesidades que deben ser saciadas y que preceden en orden de dignidad a las necesidades físicas.

Ninguna de estas dos dimensiones agota la realidad del ser humano, sino que descubrimos algo más profundo e íntimo. Dicha realidad es la espiritual, que permanece como referencia continua de mi vida. Ésta dimensión se expresa como huella de Dios en el ser humano, lo que se llama mismidad, que consiste en el núcleo mismo del hombre. En dicha dimensión se encuentra la conciencia y la libertad humana, así como la apertura al encuentro, la capacidad de relacionarse con Dios, y la apertura al sentido de la existencia.
Un gran problema en la actualidad es el reduccionismo; esto significa que al tratar de entendernos a nosotros mismos tendemos a tomar una parte de lo que vemos y convertirla en la explicación global. De manera que podemos decir que el hombre no es solamente sus sentimientos o emociones, como tampoco es solamente su cuerpo, o sus roles o personajes, o pensamientos.

El ser humano es unidad y la dimensión espiritual es la más importante, pero no anula a las demás áreas sino que debe haber una jerarquía, de manera que sea lo espiritual lo que dirija y nutra la realidad corporal y psicológica.

Quien pretenda la realización humana sólo saciando las necesidades físicas o buscando el equilibrio psicológico sin la vida espiritual, permanecerá frustrado, incluso en el ámbito físico y psicológico.

Hoy en día el hombre contemporáneo es invitado a plenificar su existencia como unidad: cuerpo, alma y espíritu. Se trata de vivir el señorío de sí mismo, trabajando porque sus tres dimensiones apunten armónicamente a la santidad en la vida cotidiana.

La diferencia

En el Nuevo Testamento la distinción entre cuerpo, alma y espíritu aparece solamente una sola vez. San Pablo dice en la primera carta a los Tesalonicenses: “Que Él, el Dios de la paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo” (1Ts 5,23).

El Catecismo, a su vez, explica el pasaje:

A veces se acostumbra a distinguir entre alma y espíritu. Así san Pablo ruega para que nuestro “ser entero, el espíritu […], el alma y el cuerpo” sea conservado sin mancha hasta la venida del Señor (1 Ts 5,23). La Iglesia enseña que esta distinción no introduce una dualidad en el alma. “Espíritu” significa que el hombre está ordenado desde su creación a su fin sobrenatural, y que su alma es capaz de ser sobreelevada gratuitamente a la comunión con Dios. (367)

Actualmente existe una tendencia de los teólogos que dice que el ser humano no posee alma, pues sería una visión dualista, platónica y que no correspondería al pensamiento bíblico, judío. Nada más equivocado que eso.

En el Antiguo Testamento, durante mucho tiempo no se habló de la “resurrección de la carne”. Al contrario, se creía que la persona vivía en el sheol, eran “proverbios”, cuya existencia era sombría, hasta incluso umbrosa.

A pocos, Dios les fue revelando que aquellas “sombras” en realidad continuaban teniendo personalidad y que los buenos eran bendecidos y los malos castigados.

La idea de que al final de su vida la persona era recompensada –aunque aún no se hablara de resurrección– era muy clara en el Antiguo Testamento como un segundo paso, ya en la época de los profetas.

El tercer paso comienza a surgir. Tras la muerte, al final de los tiempos, el cuerpo y el alma se unirán y habrá la resurrección de los muertos. Poco después viene el Nuevo Testamento.

Nuestro Señor Jesucristo dice al Buen Ladrón en la Cruz: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43). Ahora, el “hoy” del que habla sólo puede referirse al alma del Buen Ladrón, pues el cuerpo, evidentemente, será sepultado, así como el cuerpo de Jesús también lo fue.

En el Nuevo Testamento cuando una persona muere existe un castigo eterno o una recompensa eterna y al final de los tiempos existirá también la resurrección de los muertos. Es una clara distinción entre el cuerpo y el alma.

El catecismo enseña que el cuerpo y el alma son una sola naturaleza humana, no son dos naturalezas que se unen, sino una sola realidad y, con la ruptura de esa realidad única llamada muerte, algo terrible sucede, algo que no estaba en el plan de Dios. Incluso así, el hombre es cuerpo y alma, material y espiritual respectivamente.

¿Por qué, entonces, san Pablo habla de “cuerpo, alma y espíritu”? Al recordar que la Iglesia enseña con toda claridad que no son dos almas, sino cuerpo y alma, existe, sin embargo, una única alma humana, el lugar donde habita Dios. Se trata del “espíritu”, es decir, una realidad sobrenatural que existe en los hombres.

Así, aquellos que son hijos de Dios bautizados –cuerpo y alma– por el hecho de ser templos de Dios, poseen un “lugar” donde Dios habita. Es posible decir también que el lugar donde Dios habita en cuanto Espíritu Santo es lo que se llama “espíritu”.

El alma como un todo es responsable de diversas cosas: inteligencia, voluntad, fantasías, etc., pero ni siquiera es ahí es el lugar donde Dios habita. Este es el lugar más profundo del hombre, donde él es él mismo de tal forma que no es más él sino Dios. “Interior intimo meo”, como definió san Agustín.

El ser humano no fue abandonado a sí mismo, naturaleza pura. Dentro de su naturaleza existe otra naturaleza, la sobrenatural, la presencia de Dios. La naturaleza agraciada por Dios (en los paganos es la gracia de Dios).

Pero los bautizados poseen una consistencia aún mayor, pues pueden y deben reconocer que son hijos de Dios, templos del Espíritu Santo.



Por: Varios | Fuente: EFE / Varios

En la antigua iglesia cristiana, una encíclica era una carta circular enviada a todas las iglesias de una zona. En ese momento, el término podía utilizarse para una carta enviada por cualquier obispo a sus fieles. La palabra proviene del latín "encyclia" y del griego "egkyklios" que significa "envolver en círculo", que es también el origen de la palabra "enciclopedia". La Iglesia Católica Romana en general, sólo utiliza este término para las encíclicas papales, pero la Iglesia Ortodoxa Oriental y de la Comunión Anglicana mantienen el uso antiguo.

Las encíclicas son cartas solemnes sobre asuntos de la Iglesia o determinados puntos de la doctrina católica dirigidas por el Papa a los obispos y fieles católicos de todo el mundo.

Tienen su origen en las epístolas del Nuevo Testamento y es el documento más importante que escribe el Pontífice.

Suele estar redactada en latín, el idioma oficial de la Santa Sede, y traducida a las principales lenguas del mundo y su título se toma de las primeras palabras del documento.

La primera de la historia de la Iglesia fue escrita por el papa Benedicto XIV en 1766.

Uno de los papas más prolíficos en encíclicas fue León XIII (1878-1903), que escribió 86. Pío X (1903-1914) redactó 16 y Benedicto XV (1914-1922) catorce.

Pío XI (1922-1939) escribió 30, Pío XII (1939-1958) 41 y Juan XXIII (1958-1963) ocho.

Pablo VI (1963-1978) redactó siete y a Juan Pablo I (1978-1978) no le dio tiempo a escribir, ya que falleció a los 33 días de ser elegido Papa.

En sus casi 27 años de pontificado Juan Pablo II (1978-2005) elaboró 14, comenzado con la "Redemptor hominis", del 4 de marzo de 1979, apenas cinco meses después de su elección como Pontífice, en la que trazó los principios de su ministerio papal.

La última encíclica fue "Ecclesia de Eucaristia", publicada en abril de 2003, en la que trató sobre la Eucaristía.

Encíclicas de Benedicto XVI

Benedicto XVI (2005) publicó el 25 de enero de 2006, a los diez meses de ser elegido Papa, su primera encíclica "Deus caritas est" (Dios es amor), sobre el amor y la caridad eclesiástica.

A diferencia de otros pontífices, no traza, como suele ser la tradición, las líneas del pontificado.

El 30 de noviembre de 2007 firmó "Spe salvi" (Salvados en la esperanza), que contiene el pensamiento del teólogo Pontífice y trata sobre la esperanza cristiana y el 7 de julio, aunque con fecha del 29 de junio de 2009, fue presentada su primera encíclica de carácter social.

La encíclica "Caritas in veritate" (Caridad en la verdad) es la tercera del papa Benedicto XVI en sus cuatro años de pontificado, después de las mencionadas anteriormente, "Deus caritas est" de 2006 y "Spe salvi" de 2007.

En latín, Litterae Encyclicae

Según su etimología, una encíclica (del griego egkyklios, kyklos significa círculo) no es nada más que una carta circular.

En los tiempos modernos, el uso ha limitado el término casi exclusivamente a ciertos documentos papales que difieren en su forma técnica del estilo ordinario de Bulas o Breves, y que en su sobrescrito están explícitamente dirigidas a los patriarcas, primados, arzobispos, y obispos de la Iglesia Universal en comunión con la Sede Apostólica. Por excepción, a veces se dirigen también encíclicas a los arzobispos y obispos de un país particular.

Así se da este nombre a la carta del Papa San Pío X (6 de enero de 1907) a los obispos de Francia, pese al hecho de que fue publicada, no en latín, sino en francés; mientras que, por otro lado, la carta “Longinqua Oceani” (5 de enero de 1895) dirigida por León XIII a los arzobispos y obispos de los Estados Unidos, no se titula encíclica, aunque en todos los demás aspectos observe su forma. De esto y de una cantidad de hechos similares podemos inferir probablemente que el nombre preciso usado no se pretende que sea de gran significación.

Por la naturaleza del caso las encíclicas dirigidas a los obispos del mundo están generalmente relacionadas con asuntos que afectan al bienestar de la Iglesia en su conjunto. Condenan alguna forma prevalente de error, señalan peligros que amenazan a la fe o la moral, exhortan a los fieles a la constancia, o prescriben remedios para males previstos o ya existentes. En su forma una encíclica en la actualidad comienza así---podemos tomar como muestra la encíclica Pascendi sobre el modernismo:---

"Sanctissimi Domini Nostri Pii Divinâ Providentiâ Papæ X Litteræ Encyclicæ ad Patriarchas, Primates, Archiepiscopos, Episcopos aliosque locorum Ordinarios pacem et communionem cum Apostolicâ Sede habentes de Modernistarum Doctrinis. Ad Patriarchas, Primates, Archiepiscopos, Episcopos aliosque locorum Ordinarios, pacem et communionem cum Apostolicâ Sede habentes, Pius PP. X., Venerabiles Fratres, salutem et apostolicam benedictionem. Pascendi dominici gregis mandatum", etc.

La conclusión toma la siguiente forma: -- "Nos vero, pignus caritatis Nostræ divinique in adversis solatii, Apostolicam Benedictionem vobis, cleris, populisque vestris amantissime impertimus. Datum Romæ, apud Sanctum Petrum, die VIII Septembris MCMVII, Pontificatus Nostri anno quinto. Pius PP. X."

Aunque sólo durante los tres últimos pontificados las declaraciones más importantes de la Santa Sede se han dado al mundo en forma de encíclicas, esta forma de Carta Apostólica se ha usado ocasionalmente desde mucho antes. Casi el primer documento publicado por el Papa Benedicto XIV tras su elección fue una “Epistola encyclica en commonitoria” sobre los deberes de la función episcopal (3 de diciembre de 1740).

Bajo el Papa Pío IX muchas declaraciones trascendentales se presentaron en esta forma. El famoso pronunciamiento “Quanta cura” (8 de diciembre de 1864), que fue acompañado de un Syllabus de ochenta errores anatematizados, fue una encíclica. Otra importante encíclica de Pío IX, descrita como una “Encíclica del Santo Oficio”, fue la que empezaba con “Supremae” (4 de agosto de 1856) en condena del espiritualismo.

El Papa León XIII publicó una serie de encíclicas sobre asuntos sociales y otras cuestiones que atrajeron la atención universal. Podemos mencionar especialmente “Inscrutabilis” (21 de abril de 1878) sobre los males de la sociedad moderna; “Aeterni Patris” (4 de agosto de 1879) sobre Santo Tomás de Aquino y la filosofía escolástica; “Arcanum divinae sapientiae” (10 de febrero de 1880) sobre el matrimonio cristiano y la vida familiar, “Diuturnum illud” (29 de junio de 1881) sobre el origen de la autoridad civil; “Inmortale Dei” (1 de noviembre de 1885) sobre la constitución cristiana de los estados; “Libertas praestantissimum” (20 de junio de 1888) sobre la verdadera libertad; “Rerum novarum” (16 de mayo de 1891) sobre la cuestión laboral; “Providentissimus Deus” (18 de noviembre de 1893) sobre las Sagradas Escrituras; “Satis cognitum” (29 de junio de 1896) sobre la unidad religiosa. Pío X se ha mostrado igualmente partidario de esta forma de documento, por ejemplo, en su fervorosa recomendación de la instrucción catequética “Acerbo nimis” (15 de abril de 1906) su discurso en el centenario del Papa San Gregorio I Magno (12 de marzo de 1904), su primera carta al clero y fieles de Francia, “Vehementer nos” (11 de febrero de 1906), sus instrucciones sobre intervención en política al pueblo de Italia y en el pronunciamiento sobre el modernismo ya mencionado.

Dos funcionarios que presiden oficinas separadas cuentan aún entre sus deberes ayudar al Santo Padre en la redacción de sus cartas encíclicas. Son éstos el “Segretario dei brevi ai Principi” ayudado por dos “minutanti”, y el “Segretario delle lettere latine” también con un minutante. Pero fue indudablemente costumbre de León XIII escribir sus propias encíclicas, y es claramente competencia del soberano pontífice prescindir de los servicios de sus subordinados.

Respecto a la fuerza obligatoria de estos documentos se admite generalmente que el mero hecho de que el Papa pueda haber dado a cualquiera de sus declaraciones la forma de encíclica no constituye necesariamente un pronunciamiento ex-cathedra ni le inviste de autoridad infalible. El grado en que se compromete el magisterio infalible de la Santa Sede debe juzgarse por las circunstancias, y por el lenguaje utilizado en cada caso particular.

En los primeros siglos el término encíclica se aplicó, no sólo a las cartas papales, sino a ciertas cartas que emanaban de los obispos o arzobispos y se dirigían a su propia grey o a otros obispos. Tales cartas dirigidas por un obispo a todos sus súbditos se llaman ahora comúnmente pastorales. Entre los anglicanos, sin embargo, el nombre “encyclical” se ha revivido recientemente y se ha aplicado, en imitación de la costumbre papal, a las cartas circulares de los primados ingleses.

 Así la respuesta de los arzobispos de Canterbury y York a la condena papal a los órdenes anglicanos (esta condena, “Apostolicae Curae” tomó la forma de una Bula) fue llamada por sus autores como la encíclica “Saepius officio”.


Bibliografía: Poco se ha escrito expresamente sobre las encíclicas, que en los tratados de derecho canónico se agrupan generalmente con las demás Cartas Apostólicas. La obra de BENCINI, De Literis Encyclicis Dissertatio (Turín, 1728), trata casi exclusivamente de los primeros documentos de la Iglesia que fueron llamados así; ver, sin embargo, HILGENREINER en Kirchliches Handlexikon (Munich, 1907), I, 1310; y GOYAU, Le Vatican (París, 1898), p. 336; WYNNE, The Great Encyclical Letters of Leo XIII (Nueva York. 1903); EYRE, El Papa y el Pueblo (Londres, 1897); y D' ARROS, Léon XIII d'après ses Encycliques (París, 1902). Sobre la autoridad de las encíclicas y documentos papales similares, ver especialmente el utilísimo libro de CHOUPIN, Valeur des Décisions Doctrinales et Disciplinaires du Saint-Siège (París, 1907); cf. BAINVEL, De Magisterio vivo et Traditione (París, 1905).

Fuente: Thurston, Herbert. "Encyclical." The Catholic Encyclopedia. Vol. 5. New York: Robert Appleton Company, 1909.



Por Mons. Benjamín Castillo Plasencia, obispo de Celaya

Aunque en su dimensión subjetiva, como hecho personal, encerrado en el concreto e irrepetible interior del hombre, el sufrimiento parece casi inefable e intransferible, quizá al mismo tiempo ninguna otra cosa exige —en su « realidad objetiva »— ser tratada, meditada, concebida en la forma de un explícito problema; y exige que en torno a él hagan preguntas de fondo y se busquen respuestas. Como se ve, no se trata aquí solamente de dar una descripción del sufrimiento. Hay otros criterios, que van más allá de la esfera de la descripción y que hemos de tener en cuenta, cuando queremos penetrar en el mundo del sufrimiento humano.

Puede ser que la medicina, en cuanto ciencia y a la vez arte de curar, descubra en el vasto terreno del sufrimiento del hombre el sector más conocido, el identificado con mayor precisión y relativamente más compensado por los métodos del « reaccionar » (es decir, de la terapéutica).

Sin embargo, éste es sólo un sector. El terreno del sufrimiento humano es mucho más vasto, mucho más variado y pluridimensional. El hombre sufre de modos diversos, no siempre considerados por la medicina, ni siquiera en sus más avanzadas ramificaciones. El sufrimiento es algo todavía más amplio que la enfermedad, más complejo y a la vez aún más profundamente enraizado en la humanidad misma. Una cierta idea de este problema nos viene de la distinción entre sufrimiento físico y sufrimiento moral. Esta distinción toma como fundamento la doble dimensión del ser humano, e indica el elemento corporal y espiritual como el inmediato o directo sujeto del sufrimiento. Aunque se puedan usar como sinónimos, hasta un cierto punto, las palabras « sufrimiento » y « dolor », el sufrimiento físico se da cuando de cualquier manera « duele el cuerpo », mientras que el sufrimiento moral es « dolor del alma ». Se trata, en efecto, del dolor de tipo espiritual, y no sólo de la dimensión « psíquica » del dolor que acompaña tanto el sufrimiento moral como el físico. La extensión y la multiformidad del sufrimiento moral no son ciertamente menores que las del físico; pero a la vez aquél aparece como menos identificado y menos alcanzable por la terapéutica.

La Sagrada Escritura es un gran libro sobre el sufrimiento. De los libros del Antiguo Testamento mencionaremos sólo algunos ejemplos de situaciones que llevan el signo del sufrimiento, ante todo moral: el peligro de muerte, la muerte de los propios hijos, y especialmente la muerte del hijo primogénito y único.

También la falta de prole, la nostalgia de la patria, la persecución y hostilidad del ambiente, el escarnio y la irrisión hacia quien sufre, la soledad y el abandono. Y otros más, como el remordimiento de conciencia, la dificultad en comprender por qué los malos prosperan y los justos sufren, la infidelidad e ingratitud por parte de amigos y vecinos, las desventuras de la propia nación.

El Antiguo Testamento, tratando al hombre como un «conjunto» psicofísico, une con frecuencia los sufrimientos « morales » con el dolor de determinadas partes del organismo: de los huesos, de los riñones, del hígado, de las vísceras, del corazón. En efecto, no se puede negar que los sufrimientos morales tienen también una parte « física » o somática, y que con frecuencia se reflejan en el estado general del organismo.

Como se ve a través de los ejemplos aducidos, en la Sagrada Escritura encontramos un vasto elenco de situaciones dolorosas para el hombre por diversos motivos. Este elenco diversificado no agota ciertamente todo lo que sobre el sufrimiento ha dicho ya y repite constantemente el libro de la historia del hombre (éste es más bien un «libro no escrito»), y más todavía el libro de la historia de la humanidad, leído a través de la historia de cada hombre.

Se puede decir que el hombre sufre, cuando experimenta cualquier mal. En el vocabulario del Antiguo Testamento, la relación entre sufrimiento y mal se pone en evidencia como identidad.

Aquel vocabulario, en efecto, no poseía una palabra específica para indicar el «sufrimiento»; por ello definía como «mal» todo aquello que era sufrimiento.

Solamente la lengua griega y con ella el Nuevo Testamento (y las versiones griegas del Antiguo) se sirven del verbo «πάσχω = estoy afectado por..., experimento una sensación, sufro», y gracias a él el sufrimiento no es directamente identificable con el mal (objetivo), sino que expresa una situación en la que el hombre prueba el mal, y probándolo, se hace sujeto de sufrimiento. Este, en verdad, tiene a la vez carácter activo y pasivo (de «patior»). Incluso cuando el hombre se procura por sí mismo un sufrimiento, cuando es el autor del mismo, ese sufrimiento queda como algo pasivo en su esencia metafísica.

Sin embargo, esto no quiere decir que el sufrimiento en sentido psicológico no esté marcado por una « actividad » específica. Esta es, efectivamente, aquella múltiple y subjetivamente diferenciada « actividad » de dolor, de tristeza, de desilusión, de abatimiento o hasta de desesperación, según la intensidad del sufrimiento, de su profundidad o indirectamente según toda la estructura del sujeto que sufre y de su específica sensibilidad. Dentro de lo que constituye la forma psicológica del sufrimiento, se halla siempre una experiencia de mal, a causa del cual el hombre sufre.

Así pues, la realidad del sufrimiento pone una pregunta sobre la esencia del mal: ¿qué es el mal?

Esta pregunta parece inseparable, en cierto sentido, del tema del sufrimiento. La respuesta cristiana a esa pregunta es distinta de la que dan algunas tradiciones culturales y religiosas, que creen que la existencia es un mal del cual hay que liberarse. El cristianismo proclama el esencial bien de la existencia y el bien de lo que existe, profesa la bondad del Creador y proclama el bien de las criaturas. El hombre sufre a causa del mal, que es una cierta falta, limitación o distorsión del bien. Se podría decir que el hombre sufre a causa de un bien del que él no participa, del cual es en cierto modo excluido o del que él mismo se ha privado. Sufre en particular cuando « debería » tener parte —en circunstancias normales— en este bien y no lo tiene.

Así pues, en el concepto cristiano la realidad del sufrimiento se explica por medio del mal que está siempre referido, de algún modo, a un bien.

El sufrimiento humano constituye en sí mismo casi un específico « mundo » que existe junto con el hombre, que aparece en él y pasa, o a veces no pasa, pero se consolida y se profundiza en él. Este mundo del sufrimiento, dividido en muchos y muy numerosos sujetos, existe casi en la dispersión. Cada hombre, mediante su sufrimiento personal, constituye no sólo una pequeña parte de ese « mundo », sino que a la vez aquel « mundo » está en él como una entidad finita e irrepetible. Unida a ello está, sin embargo, la dimensión interpersonal y social.

El mundo del sufrimiento posee como una cierta compactibilidad propia. Los hombres que sufren se hacen semejantes entre sí a través de la analogía de la situación, la prueba del destino o mediante la necesidad de comprensión y atenciones; quizá sobre todo mediante la persistente pregunta acerca del sentido de tal situación. Por ello, aunque el mundo del sufrimiento exista en la dispersión, al mismo tiempo contiene en sí un singular desafío a la comunión y la solidaridad. Trataremos de seguir también esa llamada en estas reflexiones.

Pensando en el mundo del sufrimiento en su sentido personal y a la vez colectivo, no es posible, finalmente, dejar de notar que tal mundo, en algunos períodos de tiempo y en algunos espacios de la existencia humana, parece que se hace particularmente denso.Esto sucede, por ejemplo, en casos de calamidades naturales, de epidemias, de catástrofes y cataclismos o de diversos flagelos sociales. Pensemos, por ejemplo, en el caso de una mala cosecha y, como consecuencia del mismo —o de otras diversas causas—, en el drama del hambre.

Pensemos, finalmente, en la guerra. Hablo de ella de modo especial. Habla de las dos últimas guerras mundiales, de las que la segunda ha traído consigo un cúmulo todavía mayor de muerte

y un pesado acervo de sufrimientos humanos. A su vez, la segunda mitad de nuestro siglo —como en proporción con los errores y trasgresiones de nuestra civilización contemporánea— lleva en sí una amenaza tan horrible de guerra nuclear, que no podemos pensar en este período sino en términos de un incomparable acumularse de sufrimientos, hasta llegar a la posible autodestrucción de la humanidad.

De esta manera ese mundo de sufrimiento, que en definitiva tiene su sujeto en cada hombre, parece transformarse en nuestra época —quizá más que en cualquier otro momento— en un particular « sufrimiento del mundo »; del mundo que ha sido transformado, como nunca antes, por el progreso realizado por el hombre y que, a la vez, está en peligro más que nunca, a causa de los errores y culpas del hombre.


La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo.
Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo.
Los siete dones del Espíritu Santo son:
sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David. Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.

Tu espíritu bueno me guíe por una tierra llana (Sal 143,10).
Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios... Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rm 8,14.17)

Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma para recibir y secundar con facilidad las mociones del propio Espíritu Santo al modo divino o sobrehumano.

Los dones son infundidos por Dios. El alma no podría adquirir los dones por sus propias fuerzas ya que transcienden infinitamente todo el orden puramente natural. Los dones los poseen en algún grado todas las almas en gracia. Es incompatible con el pecado mortal.

El Espíritu Santo actúa los dones directa e inmediatamente como causa motora y principal, a diferencia de las virtudes infusas que son movidas o actuadas por el mismo hombre como causa motora y principal, aunque siempre bajo la previa moción de una gracia actual.

Los dones perfeccionan el acto sobrenatural de las las virtudes infusas.

Por la moción divina de los dones, el Espíritu Santo, inhabitante en el alma, rige y gobierna inmediatamente nuestra vida sobrenatural. Ya no es la razón humana la que manda y gobierna; es el Espíritu Santo mismo, que actúa como regla, motor y causa principal única de nuestros actos virtuosos, poniendo en movimiento todo el organismo de nuestra vida sobrenatural hasta llevarlo a su pleno desarrollo.

Número de dones: La interpretación unánime de los Padres y la enseñanza de la Iglesia enumera siete dones del Espíritu.

Sabiduría:
gusto para lo espiritual, capacidad de juzgar según la medida de Dios.
El primero y mayor de los siete dones.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 9-IV-89

La sabiduría "es la luz que se recibe de lo alto: es una participación especial en ese conocimiento misterioso y sumo, que es propio de Dios... Esta sabiduría superior es la raíz de un conocimiento nuevo, un conocimiento impregnado por la caridad, gracias al cual el alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas y prueba gusto en ellas. ... "Un cierto sabor de Dios" (Sto Tomás), por lo que el verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive  "

Además, el conocimiento sapiencial nos da una capacidad especial para juzgar las cosas humanas según la medida de Dios, a la luz de Dios.  Iluminado por este don, el cristiano sabe ver interiormente las realidades del mundo: nadie mejor que él es capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con los mismos ojos de Dios.

Ejemplo: "Cántico de las criaturas" de San Francisco de Asís... En todas estas almas se repiten las "grandes cosas" realizadas en María por el Espíritu. Ella, a quien la piedad tradicional venera como "Sedes Sapientiae", nos lleve a cada uno de nosotros a gustar interiormente las cosas celestes.

Gracias a este don toda la vida del cristiano con sus acontecimientos, sus aspiraciones, sus proyectos, sus realizaciones, llega a ser alcanzada por el soplo del Espíritu, que la impregna con la luz "que viene de lo Alto", como lo han testificado tantas almas escogidas también en nuestros tiempos...  En todas estas almas se repiten las "grandes cosas" realizadas en María por el Espíritu Santo. Ella, a quien la piedad tradicional venera como "Sede Sapientiae", nos lleve a cada uno de nosotros a gustar interiormente las cosas celestes.

"La preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza" Sb 7:7-8.

Por la sabiduría juzgamos rectamente de Dios y de las cosas divinas por sus últimas y altísimas causas bajo el instinto especial del E.S., que nos las hace saborear por cierta connaturlidad y simpatía. Es inseparable de la caridad.


Inteligencia (Entendimiento):
Es una gracia del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios y profundizar las verdades reveladas.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 16-IV-89

La fe es adhesión a Dios en el claroscuro del misterio; sin embargo es también búsqueda con el deseo de conocer más y mejor la verdad revelada. Ahora bien, este impulso interior nos viene del Espíritu, que juntamente con ella concede precisamente este don especial de inteligencia y casi de intuición de la verdad divina.

La palabra "inteligencia" deriva del latín intus legere, que significa "leer dentro", penetrar, comprender a fondo. Mediante este don el Espíritu Santo, que "escruta las profundidades de Dios" (1 Cor 2,10), comunica al creyente una chispa de capacidad penetrante que le abre el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios. Se renueva entonces la experiencia de los discípulos de Emaús, los cuales, tras haber reconocido al Resucitado en la fracción del pan, se decían uno a otro: "¿No ardía nuestro corazón mientras hablaba con nosotros en el camino, explicándonos las Escrituras?" (Lc 24:32)

Esta inteligencia sobrenatural se da no sólo a cada uno, sino también a la comunidad: a los Pastores que, como sucesores de los Apóstoles, son herederos de la promesa específica que Cristo les hizo (cfr Jn 14:26; 16:13) y a los fieles que, gracias a la "unción" del Espíritu (cfr 1 Jn 2:20 y 27) poseen un especial "sentido de la fe" (sensus fidei) que les guía en las opciones concretas.

Efectivamente, la luz del Espíritu, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia de las cosas divinas, hace también mas límpida y penetrante la mirada sobre las cosas humanas. Gracias a ella se ven mejor los numerosos signos de Dios que están inscritos en la creación. Se descubre así la dimensión no puramente terrena de los acontecimientos, de los que está tejida la historia humana. Y se puede lograr hasta descifrar proféticamente el tiempo presente y el futuro. "¡signos de los tiempos, signos de Dios!".

Queridísimos fieles, dirijámonos al Espíritu Santo con las palabras de la liturgia: "Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo" (Secuencia de Pentecostés).

Invoquemoslo por intercesión de Maria Santísima, la Virgen de la Escucha, que a la luz del Espíritu supo escrutar sin cansarse el sentido profundo de los misterios realizados en Ella por el Todopoderoso (cfr Lc 2, 19 y 51). La contemplación de las maravillas de Dios será también en nosotros fuente de alegría inagotable: "Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador" (Lc 1, 46 s).



Consejo:
Ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 7-V-89

2. Continuando la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, hoy tomamos en consideración el don de consejo. Se da al cristiano para iluminar la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone.

Una necesidad que se siente mucho en nuestro tiempo, turbado por no pocos motivos de crisis y por una incertidumbre difundida acerca de los verdaderos valores, es la que se denomina «reconstrucción de las conciencias». Es decir, se advierte la necesidad de neutralizar algunos factores destructivos que fácilmente se insinúan en el espíritu humano, cuando está agitado por las pasiones, y la de introducir en ellas elementos sanos y positivos.

En este empeño de recuperación moral la Iglesia debe estar y está en primera línea: de aquí la invocación que brota del corazón de sus miembros -de todos nosotros para obtener ante todo la ayuda de una luz de lo Alto. El Espíritu de Dios sale al encuentro de esta súplica mediante el don de consejo, con el cual enriquece y perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, especialmente cuando se trata de opciones importantes (por ejemplo, de dar respuesta a la vocación), o de un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos. Y en realidad la experiencia confirma que «los pensamientos de los mortales son tímidos e inseguras nuestras ideas», como dice el Libro de la Sabiduría (9, 14).

3. El don de consejo actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma (cfr San Buenaventura, Collationes de septem don is Spiritus Sancti, VII, 5). La conciencia se convierte entonces en el «ojo sano» del que habla el Evangelio (Mt 6, 22), y adquiere una especie de nueva pupila, gracias a la cual le es posible ver mejor que hay que hacer en una determinada circunstancia, aunque sea la más intrincada y difícil. El cristiano, ayudado por este don, penetra en el verdadero sentido de los valores evangélicos, en especial de los que manifiesta el sermón de la montaña (cfr Mt 5-7).

Por tanto, pidamos el don de consejo. Pidámoslo para nosotros y, de modo particular, para los Pastores de la Iglesia, llamados tan a menudo, en virtud de su deber, a tomar decisiones arduas y penosas.

Pidámoslo por intercesión de Aquella a quien saludamos en las letanías como Mater Boni Consilii, la Madre del Buen Consejo.



Fortaleza:
Fuerza sobrenatural que sostiene la virtud moral de la fortaleza.  Para obrar valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar las contrariedades de la vida. Para resistir las instigaciones de las pasiones internas y las presiones del ambiente. Supera la timidez y la agresividad.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 14-V-89

1. En nuestro tiempo muchos ensalzan la fuerza física, llegando incluso a aprobar las manifestaciones extremas de la violencia. En realidad, el hombre cada día experimenta la propia debilidad, especialmente en el campo espiritual y moral, cediendo a los impulsos de las pasiones internas y a las presiones que sobre el ejerce el ambiente circundante.

2. Precisamente para resistir a estas múltiples instigaciones es necesaria la virtud de la fortaleza, que es una de las cuatro virtudes cardinales sobre las que se apoya todo el edificio de la vida moral: la fortaleza es la virtud de quien no se aviene a componendas en el cumplimiento del propio deber.

Esta virtud encuentra poco espacio en una sociedad en la que está difundida la práctica tanto del ceder y del acomodarse como la del atropello y la dureza en las relaciones económicas, sociales y políticas. La timidez y la agresividad son dos formas de falta de fortaleza que, a menudo, se encuentran en el comportamiento humano, con la consiguiente repetición del entristecedor espectáculo de quien es débil y vil con los poderosos, petulante y prepotente con los indefensos.

3. Quizá nunca como hoy, la virtud moral de la fortaleza tiene necesidad de ser sostenida por el homónimo don del Espíritu Santo. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma no solo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.

Cuando experimentamos, como Jesus en Getsemani, «la debilidad de la carne» (cfr Mt 26, 41; Mc 14, 38), es decir, de la naturaleza humana sometida a las enfermedades físicas y psíquicas, tenemos que invocar del Espíritu Santo el don de la fortaleza para permanecer firmes y decididos en el camino del bien. Entonces podremos repetir con San Pablo: «Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12, 10).

4. Son muchos los seguidores de Cristo -Pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y laicos, comprometidos en todo campo del apostolado y de la vida social- que, en todos los tiempos y también en nuestro tiempo, han conocido y conocen el martirio del cuerpo y del alma, en íntima unión con la Mater Dolorosa junto la Cruz. ¡Ellos lo han superado todo gracias a este don del Espíritu!

Pidamos a Maria, a la que ahora saludamos como Regina caeli, nos obtenga el don de la fortaleza en todas las vicisitudes de la vida y en la hora de la muerte.



Ciencia:
Nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 23-IV-89

1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, que hemos comenzado en los domingos anteriores, nos lleva hoy a hablar de otro don: el de ciencia, gracias al cual se nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.

Sabemos que el hombre contemporáneo, precisamente en virtud del desarrollo de las ciencias, está expuesto particularmente a la tentación de dar una interpretación naturalista del mundo; ante la multiforme riqueza de las cosas, de su complejidad, variedad y belleza, corre el riesgo de absolutizarlas y casi de divinizarlas hasta hacer de ellas el fin supremo de su misma vida. Esto ocurre sobre todo cuando se trata de las riquezas, del placer, del poder que precisamente se pueden derivar de las cosas materiales. Estos son los ídolos principales, ante los que el mundo se postra demasiado a menudo.

2. Para resistir esa tentación sutil y para remediar las consecuencias nefastas a las que puede llevar, he aquí que el Espíritu Santo socorre al hombre con el don de la ciencia. Es esta la que le ayuda a valorar rectamente las cosas en su dependencia esencial del Creador. Gracias a ella -como escribe Santo Tomás-, el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida (cfr S. Th., 11-II, q. 9, a. 4).

Así logra descubrir el sentido teológico de lo creado, viendo las cosas como manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, del amor infinito que es Dios, y como consecuencia, se siente impulsado a traducir este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias. Esto es lo que tantas veces y de múltiples modos nos sugiere el Libro de los Salmos. ¿Quien no se acuerda de alguna de dichas manifestaciones? "El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos" (Sal 18/19, 2; cfr Sal 8, 2); "Alabad al Señor en el cielo, alabadlo en su fuerte firmamento... Alabadlo sol y Luna, alabadlo estrellas radiantes" (Sal 148, 1. 3).

3. El hombre, iluminado por el don de la ciencia, descubre al mismo tiempo la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación, la insidia que pueden constituir, cuando, al pecar, hace de ellas mal uso. Es un descubrimiento que le lleva a advertir con pena su miseria y le empuja a volverse con mayor Ímpetu y confianza a Aquel que es el único que puede apagar plenamente la necesidad de infinito que le acosa.

Esta ha sido la experiencia de los Santos... Pero de forma absolutamente singular esta experiencia fue vivida por la Virgen que, con el ejemplo de su itinerario personal de fe, nos enseria a caminar "para que en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegria" (Oración del domingo XXI del tiempo ordinario).


Piedad:
Sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre.  Clamar  ¡Abba, Padre!
Un hábito sobrenatural infundido con la gracia santificante para excitar en la voluntad, por instinto del Espíritu Santo, un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto hermanos e hijos del mismo Padre.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 28-V-1989.

1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo nos lleva, hoy, a hablar de otro insigne don: la piedad. Mediante este, el Espíritu sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos.

La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración. La experiencia de la propia pobreza existencial, del vació que las cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda y perdón. El don de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con sentimientos de profunda confianza para con Dios, experimentado como Padre providente y bueno. En este sentido escribía San Pablo: «Envió Dios a su Hijo..., para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo...» (Gal 4, 4-7; cfr Rom 8, 15).

2. La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Con el don de la piedad el Espíritu infunde en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su Corazón de alguna manera participe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. El cristiano «piadoso» siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la familia de Dios, que es la Iglesia. Por esto el se siente impulsado a tratarlos con la solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación fraterna.

El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por tanto, en la raíz de aquella nueva comunidad humana, que se fundamenta en la civilización del amor.

3. Invoquemos del Espíritu Santo una renovada efusión de este don, confiando nuestra súplica a la intercesión de Maria, modelo sublime de ferviente oración y de dulzura materna. Ella, a quien la Iglesia en las Letanías lauretanas Saluda como Vas insignae devotionis, nos ensetie a adorar a Dios «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23) y a abrirnos, con corazón manso y acogedor, a cuantos son sus hijos y, por tanto, nuestros hermanos. Se lo pedimos con las palabras de la «Salve Regina»: «i... 0 clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria!».


Temor de Dios:
Espíritu contrito ante Dios, concientes de las culpas y del castigo divino, pero dentro de la fe en la misericordia divina. Temor a ofender a Dios, humildemente reconociendo nuestra debilidad. Sobre todo: temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de "permanecer" y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 11 -VI-1989.

1. Hoy deseo completar con vosotros la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo. El Ultimo, en el orden de enumeración de estos dones, es el don de temor de Dios.

La Sagrada Escritura afirma que "Principio del saber, es el temor de Yahveh" (Sal 110/111, 10; Pr 1, 7). ¿Pero de que temor se trata? No ciertamente de ese «miedo de Dios» que impulsa a evitar pensar o acordarse de El, como de algo que turba e inquieta. Ese fue el estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó a nuestros progenitores, después del pecado, a «ocultarse de la vista de Yahveh Dios por entre los árboles del jardín» (Gen 3, 8); este fue también el sentimiento del siervo infiel y malvado de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el talento recibido (cfr Mt 25, 18. 26).

Pero este concepto del temor-miedo no es el verdadero concepto del temor-don del Espíritu. Aquí se trata de algo mucho más noble y sublime: es el sentimiento sincero y trémulo que el hombre experimenta frente a la tremenda malestas de Dios, especialmente cuando reflexiona sobre las propias infidelidades y sobre el peligro de ser «encontrado falto de peso» (Dn 5, 27) en el juicio eterno, del que nadie puede escapar. El creyente se presenta y se pone ante Dios con el «espíritu contrito» y con el «corazón humillado» (cfr Sal 50/51, 19), sabiendo bien que debe atender a la propia salvación «con temor y temblor» (Flp, 12). Sin embargo, esto no significa miedo irracional, sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a su ley.

2. El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor de Dios. Ciertamente ello no excluye la trepidación que nace de la conciencia de las culpas cometidas y de la perspectiva del castigo divino, pero la suaviza con la fe en la misericordia divina y con la certeza de la solicitud paterna de Dios que quiere la salvación eterna de todos. Sin embargo, con este don, el Espíritu Santo infunde en el alma sobre todo el temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de "permanecer" y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).

3. De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor de Dios, depende toda la práctica de las virtudes cristianas, y especialmente de la humildad, de la templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos. Recordemos la exhortación del Apóstol Pablo a sus cristianos: "Queridos míos, purifiquémonos de toda mancha de la carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios» (2 Cor 7, 1).

Es una advertencia para todos nosotros que, a veces, con tanta facilidad transgredimos la ley de Dios, ignorando o desafiando sus castigos. Invoquemos al Espíritu Santo a fin de que infunda largamente el don del santo temor de Dios en los hombres de nuestro tiempo. Invoquémoslo por intercesión de Aquella que, al anuncio del mensaje celeste o se conturbó» (Lc 1, 29) y, aun trepidante por la inaudita responsabilidad que se le confiaba, supo pronunciar el fiat» de la fe, de la obediencia y del amor.

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Distinción entre las virtudes y los dones

El crecimiento en los Dones del Espíritu Santo forma en el alma perfecciones llamadas Frutos del Espíritu Santo

Hay muchas similitudes entre las virtudes y los dones:
Ambos son hábitos operativos que residen en las facultades humanas. Ambos buscan practicar el bien honesto y tienen el mismo fin remoto: la perfección del hombre.

Pero hay diferencias:
1: La causa motora: Las virtudes son movidas por la razón vs. Los dones del E.S. son movidos directamente el Espíritu Santo.
-Las virtudes disponen para seguir el dictamen de la razón razón humana (ilustrada por la fe si se trata de virtud infusa), bajo la previa moción de Dios (gracia actual)
-Los dones son movidos por el Espíritu Santo como instrumentos directos suyos.

2: El objeto formal.  (virtudes) Actúan por razones humanas vs. (dones del ES) Actúan por razones divinas . Los dones del ES transcienden la esfera de la razón humana, aun de la razón iluminada por la fe.

3: (virtudes) Modo humano vs. (dones del ES) modo divino
-Las virtudes infusas tienen por motor al hombre y por norma la razón humana iluminada por la fe. Se deduce que sus actos son a modo humano.
-En cambio los dones tienen por causa motora y por norma el mismo Espíritu Santo, sus actos son a modo divino o sobrehumano. De esto se deduce que las virtudes infusas son imperfectas por la modalidad humana de su obrar y es imprescindible que los dones del Espíritu Santo vengan en su ayuda para proporcionarles su modalidad divina, sin la cual las virtudes no podrán alcanzar su plena perfección.

4: (virtudes) Uso a nuestro arbitrio  vs. (dones del ES) al arbitrio divino .
-Se deduce de las diferencias anteriores que el hábito de las virtudes infusas lo podemos usar cuando nos plazca -presupuesta la gracia actual, que a nadie se niega-
-mientras que los dones sólo actúan cuando el Espíritu Santo quiere moverlos. Los dones de Espíritu no confieren al alma más que la facilidad para dejarse mover, de manera conciente y libre, por el Espíritu Santo, quien es la única causa motora de ellos. Nuestra parte es solo disponernos. Ej.: refrenando el tumulto de las pasiones, afectos desordenados, distracciones, etc.

"La primera oración que sentí, a mi parecer, sobrenatural, que llamo yo lo que con industria ni diligencia no se puede adquirir aunque mucho se procure, aunque disponerse para ello sí y debe de hacer mucho al caso..." -Sta. Teresa de Avila, Relación Ira al P. Rodrigo 3

Dones en las Sagradas Escrituras

Sabemos de la existencia de los dones por la Biblia.
Según Sto. Tomás de Aquino, la sabiduría pagana desconocía los dones del Espíritu Santo.

Isaías menciona seis de los dones (falta el don de piedad)

 Isaías 11:1-3
Saldrá un vástago del tronco de Jesé,
y un retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el espíritu de Yahveh:
espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y fortaleza,
espíritu de ciencia y temor de Yahveh.

Este texto es mesiánico. Se refiere propiamente al Mesías. No obstante, os Santos Padres lo extienden también a los fieles de Cristo en virtud del principio universal de la economía de la gracia que enuncia San Pablo cuando dice: "Porque a los que de antes conoció, a ésos los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo" Rm 8:29.

San Pablo describe el don de Piedad: "No habeis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio de que somos hijos de Dios" Rom 8:14-17

Otros textos que revelan los dones:
AT: Gen 41:38; Ex 31:3; Num 24:2; Deut 34:9; Ps 31:8; 32:9; 118, 120; 142:10; Sap 7:28; 7:7; 7:22; 9:17; 10:10; Eccli 15:5; Is 11:2; 61:1; Mich 3:8.
NT: Lc 12:12; 24:25; Jn 3:8; 14:17; 14:26; Hechos 2:2; 2:38; Rm 8:14; 8:26; 1 Cor 2:10; 12:8; Apoc 1:4; 3:1; 4:5; 5:6.

Padres de la Iglesia
Tanto los Padres griegos como los latinos hablan con frecuencia de los dones del Espíritu Santo, aunque con diversos nombres: dona, munera, charismata, spiritus, virtutes, etc.

Fuentes principales:
-Catecismo de la Iglesia Católica
-Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo
-Royo Marín, Teología de la Perfección#117s, BAC

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