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Desde siempre los abuelos han sido verdaderamente significativos para la familia, sea por los valores que trasmiten de modo cotidiano, como especialmente por representar una parte sagrada, al grado que para muchos pueblos antiguos representaban la garantía de la presencia de Dios.

San Juan Pablo II, que dedica una carta a los Ancianos, dice: “Honra a tu padre y a tu madre, es un deber reconocido universalmente.  El mandamiento enseña, además, a respetar a los que nos han precedido y todo el bien que han hecho; tu padre y tu madre indican el pasado, el vínculo entre una generación y otra, la condición que hace posible la existencia de un pueblo” (N. 11).

Subrayando la enseñanza de San Juan Pablo II, como vínculo entre una generación y otra, los abuelos son depositarios de la sabiduría de las generaciones pasadas, fuente de afecto, cariño y consejo, de experiencia y madurez, transmisores de valores, cultura y fe. Las principales enseñanza antes no se daban en las escuelas o en los libros, sino especialmente de modo vivencial y oral, por lo que los abuelos eran ese enlace generacional. Por eso la cultura más que una riqueza de conceptos, era una vivencia real de valores.

Dar espacio para escuchar consejos, vivencias, anécdotas y experiencias de vida de los abuelos, significa una valiosa aportación a la educación de los hijos y nietos, pues en sus vivencias siempre reflejan los principios claves que les permitieron llevar su vida con éxito y dignidad.

Pero además del enorme significado que por tradición marca la importancia de los abuelos, en el tiempo actual, éstos, en muchos casos, han ido tomando tareas cruciales pues ante las exigencias materialistas del tiempo, no son pocas las parejas de papás que se implican en tareas económicas para proveer el sustento familiar; por lo que en esos casos es una dicha contar con unos abuelos que a veces se convierten en los educadores fundamentales de los nietos, por ser quienes los cuidan mientras papá y mamá traban. De ahí que los abuelos son quienes los reciben de la escuela, los llevan a la formación en la fe, les acompañan en sus tareas, los llevan al médico y, en muchos casos, también les solapan en ciertos gustos que los papás no consentirían. Todo esto indica que cada vez los abuelos toman, en muchos casos, papeles más protagonistas en la formación de los nietos.

Por desgracia, es necesario también advertir que hay situaciones indebidas, como cuando los abuelos deben resolver situaciones de los nietos que los papás, en muchos casos, por comodidad o irresponsabilidad no resuelven. Pero lo más grave es cuando después, cuando sus fuerzas son insuficientes, los abuelos son abanados. Es triste ver al abuelo solo, desatendido o refugiado en un asilo o casa de reposo, simplemente porque no es cómodo tenerlo en casa, porque implica una carga. Es triste ver a abuelos en la calle sin un refugio apropiado después de que fueron despojados de sus bienes.

Ojalá siempre se reconozca que los abuelos tienen una gran riqueza que aportar a la familia y en concreto a los nietos, para lo cual debemos valorarlos, respetarlos, quererlos y citarlos como ejemplo. A los abuelos se les debe tratar con caridad, con veneración y amarles en plenitud. Sin duda su trabajo, su significado, su historia y, en general, toda su riqueza siempre serán un factor de aprendizaje y de unidad para toda la familia.

¡Gracias benditos abuelos!



XXI domingo del tiempo ordinario

La Iglesia es la única institución que se ha mantenido en pie y que ha crecido durante más de dos mil años, por encima de cualquier clase de prueba. Sobrevivió más allá del imperio romano, ha superado las diversas crisis sociales, culturales y económicas que han sacudido la historia. Nació como Iglesia perseguida y, hasta la fecha, de diversos modos y en diversos lugares es perseguida. En México Plutarco Elías Calles, aplicando las leyes anticristianas de Benito Juárez, emprendió una persecución contra la Iglesia y parecería que la borraba, pero la sangre derramada solo la fortaleció. En su composición humana, sus hijos siempre hemos sido pecadores, unos somos más que otro, pero ni así ha perecido.

Ante tanta adversidad, cabe la pregunta: ¿Por qué esa solidez? ¿Dónde radica su fuerza para al final siempre salir victoriosa? Lo explica muy bien el Evangelio de San Mateo (16, 13-20). La iglesia no nace del deseo humano. No nace como un proyecto social más. La Iglesia nace como un plan divino en favor de la humanidad. Su solidez está desde luego en la identidad de su fundador, pero también en la dignidad, identidad y misión que Jesús le confiere a su representante en la tierra.

Desde el inicio de su vida pública, Jesús creció en fama por sus milagros, sus enseñanzas, su poder, etc., con lo cual le bastaría para fundar una Iglesia fuerte en el tiempo, capaz de pelearle al imperio Romano y a cualquier otra fuerza terrenal. Pero ahí no estaba la clave de su proyecto. A Jesús no le basta saber que lo rodean las muchedumbres, pues Él es más que un simple líder social. Lo que verdaderamente le preocupa es que los suyos entiendan su identidad y su misión; por eso la pregunta: “¿Quién dice la gente que es el hijo del hombre?” (Mt. 16, 13); es decir, ¿quién dicen que soy yo? La respuesta: “Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas” (Mt. 16, 14). Y más allá de la opinión de la gente: “¿Y ustedes, quién dicen que soy yo?”. La respuesta de Pedro, muy por encima del sentir popular, surge desde lo profundo del corazón: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt. 16, 16). La fe no puede cimentarse en una opinión, ni un sentimiento subjetivo, sino en la experiencia que brota del encuentro y la convivencia con Jesús. La fe incluye el sentimiento y la razón, pero se coloca a la vez por encima.

La claridad de Pedro y de los apóstoles sobre la identidad y misión de su persona, le permita a Jesús dar un paso más en su tarea, construir su Iglesia y hacerlo sobre Pedro: “Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque eso no te lo ha revelado ningún mortal, sino mi Padre, que está en los cielos. Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt. 16, 17). Y lo hace con una garantía: “Los poderes del infiero (del mal) no prevalecerán sobre ella”. Y le da a Pedro una misión muy delicada: “Yo te daré las llaves del reino de los cielos, todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo y todo lo que desates en tierra, quedará desatado en el cielo” (Mt. 16, 17-19).

Las lleves indican poder (cfr. Is. 22, 19ss), pero las llaves que recibe Pedro no tienen solo un alcance temporal, sino que abren el mismo Reino de los cielos. Desde los comienzos, se ha entendido que este don a Pedro se transmite también a sus sucesores; por eso, para los santos el amor a la Iglesia y al Romano Pontífice son un signo del amor a Cristo: “Quien sea desobediente al vicario de Cristo en la tierra, el cual está en lugar de Cristo en el cielo, no participará en el fruto de la sangre del Hijo de Dios” (S. Catalina de Siena, Epistolae 207). El poder del Papa, que desde luego, Él debe ejercer como servicio de amor, se traduce como decía Santa Catalina de Siena: “En el dulce Cristo en la tierra”.

Así, si la iglesia vive de la solidez que la da su fundador y sostén, que es Cristo, también es fuerte por su cabeza visible en la tierra, que es el Papa, pues él custodia la integridad de la fe, de las costumbres, del culto y del servicio de caridad. Sin la unidad que el Papa genera la Iglesia se dispersaría y perdería la claridad de su misión.

No intentemos por tanto hacer un camino de fe desde la opinión o desde un mero sentimentalismo individualista. ¡Que nuestra fe siempre esté firme en Cristo, Hijo de Dios, y que nuestra obediencia y amor al Papa sea siempre fiel, por ser vicario de Cristo en la tierra!



Por el Pbro. Carlos Sandoval Rangel

XV domingo del tiempo ordinario

San Mateo nos introduce en uno de los temas predilectos de la vida pública de Jesús, el misterio del Reino, y lo hace a través de una serie de parábolas donde cada una abona elementos muy significativos. Abre este tema con la parábola del buen sembrador:

“Una vez salió un sembrador a sembrar, y al ir arrojando la semilla, unos granos cayeron a lo largo del camino; vinieron los pájaros y se los comieron. Otros granos cayeron en terreno pedregoso, que tenía poca tierra; ahí germinaron pronto… pero cuando subió el sol, los brotes se marchitaron, y como no tenían raíces, se secaron. Otros cayeron entre espinos, y cuando los espinos crecieron, sofocaron las plantitas. Otros granos cayeron en tierra buena y dieron fruto…” (Mt. 13, 1-23).

Se trata de una parábola técnicamente mal planteada, pues a qué agricultor se le puede ocurrir sembrar en el camino, en las espinas y piedras o en tierra delgada. Pero su significado es del todo profundo, pues lo que pone de manifiesto es, por una parte, la problemática que encuentra siempre la palabra de Dios para cumplir con su fin que es la salvación de las almas y, además, la extrema confianza que Dios nos tiene a pesar de nuestra condición de vida, a veces, nada favorable.

“Una semilla cayó en el camino, vinieron los pájaros y se la comieron”. Así sucede cuando nos vamos acostumbrando a pensar, decidir y, por tanto, vivir sin Dios. El paso de la vida nos hace duros, vacíos, con almas dispersas, poco vigilantes en la sensibilidad y en la imaginación. Ahí todo es de paso y perdemos de vista lo verdaderamente esencial de la vida.

Otra semilla cayó entre piedras, donde no había mucha tierra; es decir, donde la interioridad no es una fortaleza, donde lo superficial se convierte en modo de vida, donde la perseverancia no es un distintivo. A propósito comenta Santa Teresa que hay quienes han vencido muchos obstáculos, han crecido, pero en determinado momento dejan de luchar, de esforzarse, “cuando solo estaban ya a dos pasos de la fuente del agua viva que dijo el Señor a la samaritana” (Camino de perfección 19, 2).

Otra semilla, dice la parábola, cayó entre espinos; donde la influencia externa es la que domina lo que la tierra intenta producir. Ahí entran las riquezas, hambre de poder, placer desordenado y en general exceso de preocupación por lo externo. Se trata de un estado del alma movido por la avaricia y la ambición, que incapacita para apreciar lo sagrado de la vida, lo sobrenatural, lo trascendente. Desde esta problemática existencial, no solo hay el riesgo de quedar fuera del Reino, sino que además se hace mucho daño a los demás, a quienes usamos para que nos sumen. Dañamos también la naturaleza, pues la explotamos desordenadamente con tal de conseguir los fines individualistas; de ahí la queja de San Pablo: “La creación está ahora sometida al desorden, no por su querer, sino por voluntad del aquél que la sometió” (Rm. 8, 20).

En cambio una semilla cayó en tierra buena y produjo fruto… Las condiciones a veces no son las mejores para que podamos ser la buena tierra para la semilla del Reino, pero Dios sigue confiando en nosotros. Él mismo se ofrece a ayudarnos a preparar el corazón. La semilla del Reino siempre es buena, pero qué oportuno que no trabajemos solos, que permitamos que Dios sea nuestro aliado.

Dios, que nos creó, sabe que por naturaleza todos tenemos una disponibilidad a las cosas buenas, pero que en el paso de la vida a veces se va contaminando el corazón al grado de hacerlo duro o superficial o demasiado desbordado y dependiente de lo externo. Pero Dios, que sabe lo que realmente hay dentro, siembra por todas partes y a manos llenas, para ver si de repente se abre una rendijita que penetre a lo profundo del corazón, redescubriendo así lo que realmente Él creó en cada uno. Es desde esa perspectiva que Jesús nos presenta la parábola del buen sembrador que sigue confiando en la tierra que, de origen, fue buena. El problema está cuando, por falta de humildad, no advertimos que la dejamos contaminar, convirtiéndola en tierra no apta para la mejor semilla. Y además, nos aferramos a no dársela en alquiler al mismo Dios.

La oferta de esta parábola es viva y actual “en el corazón del Padre, es viva en los labios del predicador, es viva en el corazón del que cree y ama. Y, si de tal manera es viva, es también, sin duda, eficaz” (Balduino de Canterbury). El mundo no será mejor si no damos espacio a la semilla del Reino.



Por el Pbro. Carlos Sandoval Rangel

“El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”. Fuimos hechos para amar y para ser amados, por lo que la persona que no ama permanecerá incomprensible para sí misma. En el interior de cada persona resuena un ansia de plenitud, la cual debe ser saciada; pero por tratarse de lo más profundo del ser, dicha ansia solo puede ser resuelta con algo que esté a la altura de la dignidad humana, eso es el amor.

Escribía San Juan Pablo II: “La persona debe ser amada, porque solo el amor corresponde a aquello que es la persona”. Sólo el amor nos hace verdaderamente existir.

Pero el amor corre riesgos, pues se puede contaminar, se puede deformar y entonces se enferma y daña no solo a la propia persona, sino a aquéllos que se relacionan con ella. De ahí la importancia de la propuesta que Jesús nos hace en el Evangelio: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”. Amar a Jesús por encima de todo es fundamental, pues su amor no es excluyente. Amarle antes que al padre y a la madre, antes que al hijo o la hija, no es una discriminación, sino una garantía. Amar a Jesús, permite que desde Él podamos amar dignamente a las personas y las demás realidades. Permite que nuestro amor tenga un orden y permite que Él sea siempre la fuente saludable de dicho amor. Las demás realidades son pequeñas y caducas, por lo que colocarlas por encima de Dios siempre significa un desajuste de vida, ya que hoy están y mañana, no.

Imaginemos, por ejemplo: cuando queremos resolver incluso la vida solo con fama, dinero, placer, poder o en general con cosas superficiales y transitorias, el corazón nunca encontrará la profundidad que necesita para llenar su aspiración de trascendencia y plenitud. Ningún amor, ninguna realidad queda fuera del proyecto de Dios: ni el que se da entre esposos ni entre amigos ni entre padres e hijos. Pero no olvidemos que los seres humanos somos imperfectos y lo que nosotros necesitamos para colmar la grandeza de nuestro corazón es un amor absoluto.

Sin Dios, corremos el riesgo de absolutizar el amor a una creatura y como ésta no tiene la capacidad de abrazarlo todo, entonces termina excluyendo lo demás. Cuando amamos a Dios, como es debido, eso nos lleva simplemente a una mejor comprensión de cualquier otro amor.

Y todavía, para subrayar más la importancia del amor, nos dice Cristo: “el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”. Desgraciadamente tendemos a identificar la cruz solo con el dolor y el sufrimiento; pero no olvidemos que la cruz es mucho más que esto. La cruz significa obediencia y fidelidad a unos principios, a una verdad, lo cual a veces implica sacrificios. Cristo fue obediente y fiel a la voluntad de Dios y no sufrió solo por sufrir o porque el Padre quisiera verlo morir en una cruz, sino porque ese fue el precio que le hicimos pagar por amarnos hasta el extremo, por mantenerse en la firmeza de salvarnos. La cruz significa humildad, pues Cristo más que defender su dignidad, se humilló hasta lo último para rescatar la nuestra.

Por eso cuando Cristo nos dice que tomemos la cruz, nos está indicando que tomemos el camino de la obediencia y de la fidelidad a la verdad que nace de Dios, a la verdad que nos coloca en el nivel plenamente humano. Tomar la cruz, significa que seamos humildes para que nuestro corazón no se vuelva soberbio y vaya a despreciar a los demás y, en consecuencia, nos vaya a alejar de Dios mismo. La cruz, como signo de obediencia, de fidelidad y de humildad, como camino del amor divino, engrandece nuestro ser, por lo que cualquier sufrimiento que esto implique es nada con tal de ganarlo todo. Es ahí donde nuestro corazón encuentra respuesta a su ansia de eternidad.

Dice san Juan Pablo II: “Ustedes valen lo que vale su corazón”. Así que si nuestro corazón está consagrado solo a lo material, entonces valemos sólo materia, si nuestro corazón se consagra al placer, eso valemos; pero si nos consagramos en un amor verdadero, entonces hemos encontrado el camino que nos hace plenos.



XVI domingo del tiempo ordinario

“El ser humano es sobre la tierra la única creatura que Dios ha querido por sí misma” (Conc. Vat. II, G. S. 24) o como dijera el filósofo alemán E. Kant: “El ser humano nunca lo podemos buscar como medio, sino siempre como fin”. De ahí que ninguna persona puede ser usada en bien de intereses individualistas o egoístas de otros, ni colocarle por debajo de las cosas materiales (Cfr. K. Wojtyla, Persona y Acción). Estos sabios principios constituyen el fundamento del verdadero humanismo, de la cultura auténticamente humana; se trata de los principios sobre los cuales Dios diseñó todo el proyecto de humanidad y del mundo en general.

Por eso el mismo Cristo tomó el valor de la persona como el órgano rector para su ministerio, el evangelio de San Lucas nos muestra, por ejemplo, cómo Jesús para responderle al doctor de la ley ¿quién es el prójimo?, puso el ejemplo del buen samaritano, que para ayudar al hombre golpeado por los ladrones, rompió con las visiones religiosas, culturales, políticas y sociales de su tiempo (Lc. 10, 25-37). Además, como lo muestra el Evangelio, Jesús ha sido el mayor de todos los prójimos que han pasado por este mundo; de ahí las continuas complicaciones que enfrentaba con los escribas y fariseos, quienes se aferraban a sus leyes y tradiciones, no importando si dejaban a segundo término la exigencia y el sentido del amor al prójimo.

Y el mismo San Lucas, nos presenta a Jesús enseñando a una mujer: “Martha tenía una hermana, llamada María, la cual se sentó a los pies de Jesús y se puso a escuchar su palabra” (10, 39). Para los esquemas del pueblo, que un hombre platicara con una mujer, ya era tiempo perdido; pero que un maestro o profeta, como se le consideraba a Jesús, se pusiera a enseñarle a esa mujer, era una auténtica aberración. Jesús ya había mostrado su perdón a una pecadora, se había hecho acompañar de un grupo de mujeres y había curado y hecho milagros a otras; pero ahora llega al colmo, siendo el maestro se sienta a enseñar a María; desarrollando así con ella una de las actividades más sublimes y reservadas del tiempo, propias solo para ciertas élites. Pues Jesús, una vez más, rompe con los falsos esquemas, los que limitan, los que discriminan, los que esclavizan, los que sofocan la dignidad de las personas. Se sentó a enseñar a María, pues también ella es persona y los designios amorosos de Dios son para todas las personas.

Lo que Cristo hacía, sigue siendo uno de los grandes retos para el hombre actual: “poner la persona, su dignidad y su valor”, como el interés más sagrado que nos pueda mover en la vida; sin esto, seguiremos deshumanizándonos y generando falsos desarrollos y civilizaciones. Poner el valor de la persona como el máximo principio de nuestra vida, como lo hizo Jesús, es un reto nada fácil, ni cómodo para el hombre contemporáneo, que a veces se esconde en leyes para exigir, pero también para no compartir, para defenderse, pero también para atacar. Cada día se vuelve más escandaloso el hecho de que en las sociedades denominadas más desarrolladas, el ser humano viva más aislado, que sea menos hospitalario. Como decía Nietzsche, pobre el hombre contemporáneo que cree poderlo todo, cuando simplemente se vuelve más pequeño, cree lograrlo todo, cuando en realidad cada vez se pierde más a sí mismo.

Valorar la esencia de la persona, cada vez se hace un reto más difícil para el común del hombre actual, tan esclavo de los estatus sociales, de los esquemas tradicionales, de protocolos, de la imagen, de las modas e inercias. Bien podría decirnos Jesús, como a Martha: “muchas cosas te preocupan y te inquietan, siendo que una sola es necesaria” (Lc. 10, 41). Para qué violentar tanto nuestra vida, cuando Dios nos hizo libres y nos regaló la sencillez como el camino que nos acerca a Él y al hermano.

Jesús ha sido el ser más libre y quien mejor ha amado, que Él nos muestre el camino.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel



XVI domingo del tiempo ordinario

“El ser humano es sobre la tierra la única creatura que Dios ha querido por sí misma” (Conc. Vat. II, G. S. 24) o como dijera el filósofo alemán E. Kant: “El ser humano nunca lo podemos buscar como medio, sino siempre como fin”. De ahí que ninguna persona puede ser usada en bien de intereses individualistas o egoístas de otros, ni colocarle por debajo de las cosas materiales (Cfr. K. Wojtyla, Persona y Acción). Estos sabios principios constituyen el fundamento del verdadero humanismo, de la cultura auténticamente humana; se trata de los principios sobre los cuales Dios diseñó todo el proyecto de humanidad y del mundo en general.

Por eso el mismo Cristo tomó el valor de la persona como el órgano rector para su ministerio, el evangelio de San Lucas nos muestra, por ejemplo, cómo Jesús para responderle al doctor de la ley ¿quién es el prójimo?, puso el ejemplo del buen samaritano, que para ayudar al hombre golpeado por los ladrones, rompió con las visiones religiosas, culturales, políticas y sociales de su tiempo (Lc. 10, 25-37). Además, como lo muestra el Evangelio, Jesús ha sido el mayor de todos los prójimos que han pasado por este mundo; de ahí las continuas complicaciones que enfrentaba con los escribas y fariseos, quienes se aferraban a sus leyes y tradiciones, no importando si dejaban a segundo término la exigencia y el sentido del amor al prójimo.

Y el mismo San Lucas, nos presenta a Jesús enseñando a una mujer: “Martha tenía una hermana, llamada María, la cual se sentó a los pies de Jesús y se puso a escuchar su palabra” (10, 39). Para los esquemas del pueblo, que un hombre platicara con una mujer, ya era tiempo perdido; pero que un maestro o profeta, como se le consideraba a Jesús, se pusiera a enseñarle a esa mujer, era una auténtica aberración. Jesús ya había mostrado su perdón a una pecadora, se había hecho acompañar de un grupo de mujeres y había curado y hecho milagros a otras; pero ahora llega al colmo, siendo el maestro se sienta a enseñar a María; desarrollando así con ella una de las actividades más sublimes y reservadas del tiempo, propias solo para ciertas élites. Pues Jesús, una vez más, rompe con los falsos esquemas, los que limitan, los que discriminan, los que esclavizan, los que sofocan la dignidad de las personas. Se sentó a enseñar a María, pues también ella es persona y los designios amorosos de Dios son para todas las personas.

Lo que Cristo hacía, sigue siendo uno de los grandes retos para el hombre actual: “poner la persona, su dignidad y su valor”, como el interés más sagrado que nos pueda mover en la vida; sin esto, seguiremos deshumanizándonos y generando falsos desarrollos y civilizaciones. Poner el valor de la persona como el máximo principio de nuestra vida, como lo hizo Jesús, es un reto nada fácil, ni cómodo para el hombre contemporáneo, que a veces se esconde en leyes para exigir, pero también para no compartir, para defenderse, pero también para atacar. Cada día se vuelve más escandaloso el hecho de que en las sociedades denominadas más desarrolladas, el ser humano viva más aislado, que sea menos hospitalario. Como decía Nietzsche, pobre el hombre contemporáneo que cree poderlo todo, cuando simplemente se vuelve más pequeño, cree lograrlo todo, cuando en realidad cada vez se pierde más a sí mismo.

Valorar la esencia de la persona, cada vez se hace un reto más difícil para el común del hombre actual, tan esclavo de los estatus sociales, de los esquemas tradicionales, de protocolos, de la imagen, de las modas e inercias. Bien podría decirnos Jesús, como a Martha: “muchas cosas te preocupan y te inquietan, siendo que una sola es necesaria” (Lc. 10, 41). Para qué violentar tanto nuestra vida, cuando Dios nos hizo libres y nos regaló la sencillez como el camino que nos acerca a Él y al hermano.

Jesús ha sido el ser más libre y quien mejor ha amado, que Él nos muestre el camino.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel



XV Domingo del tiempo ordinario

“Escucha la voz del Señor, tu Dios, que te manda guardar sus mandamiento y disposiciones escritos en el libro de la ley… Estos mandamientos que te doy, no son superiores a tus fuerzas ni están fuera de tu alance” (Dt. 30, 10-14).

Sin duda Dios siempre está a nuestro favor. No solo diseñó la hermosura de nuestra naturaleza, con sus dimensiones físicas, afectivas y espirituales; sino que también nos ofrece las mejores herramientas para vivir y vivir bien. El libro del Deuteronomio nos insiste en guardar los mandamientos, que son densas gotas de sabiduría; son líneas prácticas de acción para quien no quiere complicarse la vida y sobre todo para quien quiere vivir en plenitud. Por tanto se equivoca quien ve en los mandamientos una carga o estorbo; por el contrario, nos permiten estar bien con Dios y nutrirnos de Él; son un sustento para que la familia guarde un orden y viva sus fines más sagrados; nos permiten convivir de modo digno con los demás seres humanos y usar de modo adecuado las casas materiales.

Jamás encontraremos una legislación más sabía y adecuada que la que Dios nos ofrece en los mandamientos, pues estos respetan lo que somos y nos permiten un orden social que no lastima a nadie, sino al contrario, promueven a todos. Además, como se señala en el Evangelio, los mandamientos son un camino que nos permite alcanzar incluso la vida eterna.

Por desgracia a veces nos movemos con muchos prejuicios respecto a ellos o los sometemos, como sucedía con los judíos, a un legalismo indebido, robándoles así su verdadero espíritu y por tanto su sentido. De ahí que sin quitar ninguno, sino reafirmando su espíritu y su esencia, Jesús los resume en el “amor a Dios y el amor al prójimo”. Además, con la parábola del buen samaritano, Jesús ofrece al amor un horizonte sin límites.

El doctor de la ley se acercó a Jesús para plantear la cuestión de la vida eterna, a lo que Jesús, además de inducirlo a la esencia de los mandamientos, lo hace redimensionar los alcances del amor: Le hace ver que el amor va más allá de los que nos son afines por la sangre, la raza, la religión, la cultura, la política y cualquier otra circunstancia. El doctor preguntó ¿quién es mi prójimo? A lo que Jesús sobre todo lo invita portarse como prójimo con todo aquel que tenga una necesidad, de la naturaleza que sea. Por eso le dice: “Ve y haz tú lo mismo”.

Sin más vueltas, no podemos responderle a Dios, si no le respondemos de modo necesario también al prójimo. Y ojalá no le respondamos, como dice el Papa Francisco, con acciones solo asistencialistas, que a veces solo sirven para tranquilizar la conciencia o para sacarnos la foto (Cfr. E. G. 180). Necesitamos responder al prójimo, necesitamos amar a Dios que late vivo en el mundo, para lo cual urgen trabajos más estructurados y comprometidos, espacios que promuevan de modo integral a las personas, que generen un ámbito social más digno, sin lo cual el trabajo por la paz, la justicia y la fraternidad son imposibles.

Los mandamientos tienen un sustento: “El amor de Dios”, así evitan toda contaminación y subjetivismo. Pero también tienen un campo de acción muy propio: el bien del prójimo, por eso generan vida nueva. Desde esos presupuestos, atrevámonos a amar sin límites.

El amor no tiene límites, porque no parte de obligaciones sociales, económicas, religiosas, raciales o culturales. Y solo el que rompe esos límites puede llegar a la vida eterna.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel


Pbro. Carlos Sandoval Rangel

“Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado” (Is. 9,5), con estas palabras el profeta Isaías presagiaba el misterio de salvación que estamos celebrando. Por su parte, el ángel del Señor, siglos después, daría a los pastores el anuncio del cumplimiento de dicha profecía: “Les traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo: Hoy les ha nacido, en la ciudad de David, un salvador, que es el Mesías, el Señor. Esto les servirá de señal: Encontrarán al niño envuelto en pañales y recostado en pesebre” (Lc. 2, 10-12). En estos anuncios queda encerrado el hermoso contenido de la fiesta de la navidad: Dios está entre nosotros. Está entre nosotros para que nosotros podamos estar con Él. Esto nos reafirma que estas fiestas no pueden festejarse sin Jesús hecho niño. Dios nos libre de pensar en nosotros antes que en Él, que no se nos ocurra festejarnos a nosotros por encima de Él.

La navidad es el festejo de una persona precisa, de un niño que envuelto en pañales contiene toda la gloria de Dios; gloria que el hombre necesita para volver a nacer, para nacer a lo más grande, nacer para Dios. Contemplamos en el pesebre a un recién nacido que quiere llegar hasta lo más profundo de nuestro corazón para desde ahí trasformar el mundo. Para cambiar al mundo no basta estudiar, trabajar, crear proyectos económicos y políticas, no basta consolidar determinadas estructuras sociales; sin renunciar a eso, necesitamos ante todo corazones profundamente renovados y eso lo logra solamente Jesús con la gracia y el amor que nos ofrece desde el pesebre. El mundo es nuevo a partir de cada persona se atreve a abrirle de verdad el corazón a Dios, pues solo el amor de Dios nos capacita para distinguir las fuerzas equivocadas que nos adormecen y nos ciegan. Para eso es la navidad, para eso ha venido Jesús, para poner en nosotros un corazón tan libre que no se detenga ante los condicionamientos temporales.

Es urgente reconsiderar lo mucho que a veces devaluamos nuestra condición humana, al grado que hay quienes conformándose con lo menos rechazan a Dios o a veces se le busca pero se le quiere acomodar al nivel de su muy personal modo de concebir la vida. Pero Dios en la discreción de un niño envuelto en pañales ofrece para nosotros toda la grandeza y la gloria de su ser, por lo que no es justo que reduzcamos a Dios, mientras Él viene para hacernos grandes. Si la navidad es la fiesta del Amor de los Amores entre nosotros, entonces quiere decir que a pesar de la devaluación que a veces hacemos de la humanidad, vale la pena ser un ser humano, pues hasta el más grande Amor se ha hecho uno de nosotros.

¡Qué sublime misterio el del pesebre! La eternidad se hace presente en el tiempo, la vida entra en la profundidad de la muerte, la verdad se hace más fuerte que la mentira, el amor viene para vencer el odio, la maldad es hecha a un lado para que la gracia sea parte de nosotros.
Feliz navidad



La caridad y la justicia son el nuevo camino

Tercer domingo de adviento

La sentencia del Bautista había sido muy fuerte: “Todo árbol que no de fruto será cortado y arrojado al fuego” (Lc. 3, 9); es por eso que de inmediato la gente reacciona y acude a él para preguntar: “¿qué debemos hacer?” (Lc. 3, 10). A lo que Juan el Bautista, sin más, responde: “Quien tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene ninguna, y quien tenga comida, que haga lo mismo” (Lc. 3, 11). De este modo Juan va introduciendo el nuevo camino, que consiste en vivir las obras de la misericordia; las cuales más tarde Cristo subrayará como el distintivo de sus seguidores y como el camino que garantiza la llegada al cielo.

Las obras de misericordia no son una opción para el creyente que ha experimentado el amor de Dios, sino una respuesta necesaria que muestra el compromiso con Dios, para ayudarle a que el amor divino se vuelva palpable para todos. Bien dice el Papa Francisco: “En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar ahí un oasis de misericordia” (M. V. 12).

Con razón y fuerza señala San Basilio: "Óyeme cristiano que no ayudas al pobre: tú eres un verdadero ladrón, si pudiendo ayudar no ayudas". “Ese abrigo, esos zapatos que guardas en tu baúl y que no usas, no te pertenecen, le pertenecen a quien tiene frio y a quien está descalzo”. Por su parte San Gregorio Nacianceno, hablando precisamente sobre el amor a los pobres, nos dice: “Nada emparenta más al hombre con Dios como la facultad de hacer el bien”. Por eso la caridad, aterrizada en las obras de misericordia, no es algo opcional, ni mucho menos debemos verle como una carga, sino como una gloriosa oportunidad de ganar lo más grande que es la amistad con Dios y en consecuencia la dicha de participar de sus bondades incluyendo desde luego el reino de los Cielos.

 Pero Juan el Bautista sigue abundando en sus respuestas sobre el ¿qué hacer para dar frutos? Y se dirige a los publicanos, cobradores de impuestos: “No cobren más de lo establecido” y a los soldados: “No extorsionen a nadie, ni denuncien a nadie falsamente, sino conténtense con su salario” (Lc. 3, 13-14). Los pecados humanos pueden ser de omisión y así faltar a la caridad; pero pueden ser también de acto y por eso tantas injusticias. En realidad, a veces no es fácil vencer las tentaciones, pero eso acarrea comúnmente un sin fin de injusticias humanas: ¿cuánta gente se enriquece por ejemplo de modo ilícito a costa de los más débiles? ¿Cuántos avanzan con más soltura en cualquier proyecto por el hecho de tener más influencias?

No facilitemos injusticias. Examinemos si de modo directo o indirecto y en diverso nivel, si hemos cometido injusticias o si hemos sido cómplices, y luego nos quedamos como si nada pasara. La injusticia puede darse a veces hasta en el modo de tratar a los demás, cuando no lo hacemos de modo correcto, cuando no correspondemos a nuestras responsabilidades y en tantas situaciones más.

El adviento es de verdad un camino nuevo y sí implica una exigencia en la conducta, concretizada en este caso en la caridad y la justicia. Necesitamos orar, pues nuestra vida se sustenta en Dios, pero eso no basta, también necesitamos actuar, por eso decía Santa Teresa: “Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración y muy encapotadas cuando están en ella… y piensan que ahí está todo el negocio… no hermanas, no; obras quiere el Señor” (Las Moradas, V, 3).

El Señor nos podrá disculpar muchas faltas de atención a Él, pero nunca nos pasará el que dejemos de practicar las obras de misericordia; por eso el día del juicio los que hicieron el bien serán llamados benditos y sentados a la derecha, mientras que los que no hicieron el bien serán rechazados y apartados a la izquierda.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel



Desde las perspectivas muy humanas y modernas, qué difícil entender que Cristo pueda ser nuestro Rey. ¿Él, qué sabe de estrategias económicas y políticas actuales? ¿Él, qué entiende de desarrollo científico y técnico? ¿Y un joven cibernético, con altos ideales de éxito, hambriento de conquistar el mundo, podrá sentirse identificado con un Rey como Jesús? Además, ¿al mundo de hoy, le podrá atraer un rey que ha hecho de una Cruz su trono y que su corona es de espinas?

Pues hay a quienes, a pesar de que el evangelio no presente las mejores estrategias técnicas modernas, Jesús sí les convence como Rey. Aunque por desgracia, también para muchos Jesús si se vuelve simplemente insignificante y en algunos casos se llega incluso al rechazo frontal contra todo aspecto religioso. En el fondo, en muchos casos, lo que realmente se esconde es la mediocridad, la ignorancia o hasta la soberbia.

Cuando el pecado se apodera del interior, cuando se traduce en soberbia, cuando ciega la inteligencia y debilita la voluntad, la persona humana puede llegar a lo más atrevido: “Desafiar al mismo Dios”. A lo largo de la historia, la soberbia ha imperado en muchos corazones, pero desgraciadamente en la época moderna y contemporánea ésta se ha asumido como un fenómeno social dominante. Se ha hecho más caso a los profetas de la muerte, que a la sabiduría divina. De muchos modos se ha permitido que crezca el imperio de las ideologías que abogan por la cultura de la muerte. Por eso, hoy, se empieza a hacer hábito cosechar lo absurdo, la mentira, el engaño, la violencia, el terror, etc.

El poder ciego condenó a Cristo a la muerte, sin saber que lo único que hacían era construirle el trono más alto y más duradero: “La cruz”, en adelante sede del amor divino. Movidos por el pecado, ahí lo quisimos poner los humanos, pero Él desde ahí nos sigue conquistando y mostrando lo más sublime: el perdón divino. El perdón que sana el corazón.

Si en el tiempo de Jesús, los líderes religiosos judíos y el mismo Pilatos hubieran abierto su corazón a las propuestas de Jesús, sus propias tareas religiosas y civiles, respectivamente, hubieran tomado otras dimensiones. Las mismas estrategias económicas y políticas actuales, sostenidas con la verdad y el amor que emanan de Dios, darían cuentas más aplaudibles en bien de la humanidad.

Jesús vino para reinar y frente a Pilatos aclara el carácter de su reinado: “Tú lo has dicho”, le dice a Pilatos. “Soy Rey. Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz” (Jn. 18, 37). De ahí la dificultad de entender a Cristo como Rey, pues si el relativismo actual nos lleva a pensar que cada quien tiene su verdad y lucha ciegamente por ella, cómo lograr un entendimiento entre los humanos.

El evangelio nos presenta a un Pilatos que, débil de carácter y presionado por otros, cree condenar a Jesús, pero en realidad el condenado no es Jesús, sino aquellos que se privan de la verdad plena, pensando que pueden vivir en su visión muy individual. De ahí que la Cruz es símbolo de salvación, pues Cristo la asumió para vencer al enemigo más grande: El odio, el pecado, la indiferencia, que generan muerte.

La Cruz representa la obediencia a la verdad; la verdad que facilita el entendimiento con Dios, con las personas y con el mundo entero. La Cruz representa el amor que renuncia a todo lo que lastima, que quita los muros que separan. Por eso Cristo no podría encontrar un lugar más adecuado para ser proclamado Rey.

Decidamos libremente si hacemos de Cristo nuestro Rey o simplemente nos mantenemos al margen. Decir que sí, significa comprometernos a vivir fieles a la verdad, así como ésta emana de la sabiduría divina. Significa estar dispuestos a dejarnos amar por Dios, como Él quiere amarnos. Significa decirle al Señor Jesús que Él mande en nuestro pensar, para que éste sea conforme a la verdad, que mande en nuestro corazón para que nuestros sentimientos sean un motivo de encuentro saludable y decirle que disponga de nuestra voluntad para que nuestras decisiones sean siempre para bien, a ejemplo suyo, no importando que a veces eso implique una dolorosa cruz.

Los reinados temporales, se doblegan con la muerte, los reinados desde la verdad y el amor se eternizan, pues se sustentan en Cristo que es Alfa y Omega, el principio y el fin de todo (cfr. Apocalipsis, 1, 8). ¡Viva Cristo Rey!

Pbro. Carlos Sandoval Rangel


Ser santos no parece ser un ideal cotidiano del común del mundo de hoy, más aún algunos jamás se lo han planteado de modo formal y serio. Las causas pueden ser muchas, por ejemplo no advertir que es un llamado para todos; pero igual pesa mucho el modo de concebir la santidad y más cuando los que a veces nos planteamos la idea, nos afanamos a ciertos aspectos de la santidad que la deformamos y la hacemos no atractiva. Hay quienes de repente les entra el afán por ser santos y se agarran a rezar como desesperados y a hacer mil penitencias.

Pero qué oportuno es siempre Dios cuando nos ubica en el sentido de las cosas y en los caminos precisos. Subió Jesús a la montaña y enseñaba: “Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”. Cuando al dinero y en general a lo material, poco o mucho, le damos un orden de modo que no sea el eje de nuestra vida, pues ese lugar es para Dios y para las personas, ya somos pobres de espíritu y ya estamos ganando el Reino de los cielos.

Luego Jesús pone una serie de necesidades y circunstancias cotidianas de la vida: “Dichosos los que lloran… los sufridos… los que tienen hambre y sed de justicia…” donde se exponen las contingencias propias de la vida; pero ante ellas ¿dónde y de qué manera buscamos darles respuesta? Desde luego Dios no se complace en el sufrimiento de nadie, pero dichosos aquellos que ante las contingencias, ante las pruebas de la vida, al primer aliado que buscan es a Dios; no porque Dios quiera solucionar todo de modo mágico, lo cual no es su papel, pero sí porque Él le da una capacidad enorme al ser humano para enfrentar la vida. Ante las pruebas o dificultades, lo más difícil no son las pruebas mismas, sino el riesgo de enfrentarlas solos, sin Dios y sin el amor cercano de los demás.

Las propuestas de Cristo son para todos y deben hacerse un estilo de vida, pues esas propuestas, llamadas bienaventuranzas, son la clave de la santidad. Bajo las bienaventuranzas podemos descubrir como señala el Papa Francisco, que la santidad es un llamado para todos y que respondemos en lo ordinario de la vida.

 En efecto dice el Papa: ¡Todos estamos llamados a ser santos! “Muchas veces, tenemos la tentación de pensar que la santidad se reserva solo a los que tienen la posibilidad de separarse de los asuntos cotidianos, para dedicarse exclusivamente a la oración. ¡Pero no es así!”. La santidad la vive “cada uno en las condiciones y en el estado de vida en el que se encuentra”.

“¿Eres consagrado o consagrada? Sé santo viviendo con alegría tu donación y tu ministerio. ¿Estás casado? Sé santo amando y cuidando a tu marido o a tu mujer, como Cristo hizo con la Iglesia. ¿Eres un bautizado no casado? Sé santo cumpliendo con honestidad y eficiencia tu trabajo y ofreciendo tu tiempo al servicio de los hermanos”. “Allí donde trabajas puedes ser santo. Dios te da la gracia de ser santo. Dios se comunica contigo. En tu casa, en la calle, en el trabajo, en la Iglesia. “No se cansen de seguir este camino” porque es Dios quien te da la gracia. Lo único que pide el Señor es que estemos en sintonía con Él y al servicio amoroso de los hermanos.

“Cuando el Señor nos invita a convertirnos en santos, no nos llama a cualquier cosa pesada, triste… ¡Todo lo contrario! Es la invitación a compartir su alegría, a vivir y a ofrecer con alegría todos los momentos de nuestra vida, haciéndola, al mismo tiempo, un don de amor por las personas que tenemos al lado”.

El Papa pone un ejemplo muy sencillo, para que entendamos que la santidad no es algo complicado: “Una señora va al mercado a comprar, encuentra a una vecina, empiezan a hablar y comienza la charla, pero si ella dice no quiero hablar mal de nadie, allí empieza el camino de la santidad”. “O si tu hijo quiere hablar contigo de sus historias, o de que está cansado de trabajar, ponte cómodo y escucha a tu hijo que te necesita: ese es otro paso a la santidad”. Pero hagámoslo siempre de frente al amor de Dios, invitémosle a ser parte de esa parte cotidiana de la vida, invoquémosle aunque sea de la manera más simple.

Acostumbrémonos a no pensar y actuar solos, a caminar bajo la mirada y el consuelo amoroso de Dios, invitémoslo a estar con nosotros en las cosas más simples de la vida. Nutrámonos de Dios, pero hagamos vida el amor que Él nos da.

No caminar solos y haciendo cada acto movidos por el amor que nace de Dios y mejorando cada día la intención de hacer las cosas bien, es un reflejo excelente de la limpieza de corazón que señala Jesús, eso es santidad.

¡Seamos santos!

Pbro. Carlos Sandoval Rangel



XXX domingo del tiempo ordinario

Nadie puede vivir sin esperanza. En la práctica, perder la esperanza es condenarse a morir. Cuando leemos historias como las que se vivieron en los campos de concentración Nazi, en la segunda guerra mundial, donde todo era signo de muerte, en la parte final de esa historia nos damos cuenta que muchos de los que sobrevivieron, además de que terminó la guerra, también pudieron salir adelante gracias a una llamita de esperanza que movía su corazón. Lo difícil no eran sólo los maltratos físicos, sino ante todo la parte emocional, necesitaron la capacidad de poder siempre esperar algo diferente. Se cuenta que cuando terminó la guerra y se abrieron las puertas de los campos de concentración, muchos no daban crédito pues lo inminente en aquel lugar siempre era la muerte.

Y si alguien sabe engendrar esperanza es precisamente Dios, como sucedió de hecho en la mayoría de los sobrevivientes de los campos de concentración Nazi. Dios siempre nos ofrece los motivos más profundos para vivir y cuando todas las puertas parecen cerradas, Él nos abrirá siempre otras. Escuchamos por ejemplo a Jeremías, que le ofrece palabras de consolación al pueblo, que perdido en el destierro, bajo el yugo opresor del tirano, parece que lo ha perdido todo: “Griten de alegría… proclamen, alaben y digan: El Señor ha salvado a su pueblo… he aquí que yo los hago volver… los congrego desde los confines de la tierra” (Jr. 31, 7-8). Y aunque algunos no tienen ojos para ver el camino, ni pies para andarlo, la noticia vale para todos, nadie se queda fuera de la voz de esperanza que Dios ofrece a su pueblo.

Pero la esperanza divina, se ha personificado de modo vivo y pleno en Cristo, para lo cual nos ofrece un sinfín de signos prodigiosos que nos confirman que no hay motivo alguno para no confiar en Él. Haciendo eco al anuncio del profeta Jeremías, San Marcos nos presenta la curación de Bartimeo, quien se encontraba sentado al borde del camino y cuando escucha pasar a Jesús empieza a gritar: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!” y a pesar de que muchos lo reprendían para que se callara, él gritaba más fuerte (Mc. 10, 46-47). Ese es el motivo de la presencia de Jesús, hacer renacer la esperanza en aquel que pareciera que ha perdido toda esperanza. Pareciera que la vida de Bartimeo estaba destinada a pedir limosna y a depender de la compasión de los demás; pero el toque de fe que Jesús da a quienes encuentra a su paso, permite abrir el corazón a la esperanza de una vida nueva. Jesús, siempre pasa, siempre está cerca, siempre toca, pero nosotros tenemos la opción de aprovechar su paso o no. Bartimeo no podía perder la oportunidad, de lo contrario quedaba condenado a la plena discapacidad de por vida.

Jesús se detiene, lo llama y le dice: ¡Ánimo!, ¡levántate! ¡Qué quieres que haga por ti! La solicitud inmediata del ciego: Que pueda ver. A lo que Jesús, sin más le responde: “Vete, tu fé te ha salvado” (Mc. 10, 49-52). Así es Jesús, Él si puede colmar las necesidades más profundas del corazón humano. Cuántas cosas pudo ver en adelante Bartimeo, cuántas cosas podremos nosotros entender si le decimos a Jesús que nos abra a la fe.

El ser humano no puede vivir sin esperanza. Vivimos bajo diversas esperanzas pasajeras, pequeñas y grandes, pero “el ser humano necesita una esperanza que va más allá” (Benedicto XVI, Spe Salvi, 30). La máxima esperanza solo puede ser Dios mismo, “que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar” (Ibidem, 31).

Sin los motivos de vida que nos da Dios, que es amor, luz, fortaleza, horizonte, puerta, etc., nos volvemos discapacitados y nos uniremos a los que se sientan solo a ver quién se compadece de ellos. Sin Dios los miedos y las cobardías nos frenan y empezamos a ver que todo se vuelve contrario a nosotros. Hace días me decía una persona con una discapacidad física, que lo peor de la discapacidad física es pensar que los demás nos deben solucionar todo, descreditando así otras capacidades muy valiosas, que Dios nos ha dado.

Busquemos a Dios, no para que nos solucione todo, sino para que nos enseñe a ver, a entender, como lo hizo con Bartimeo.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel


Domingo mundial de las misiones

Celebramos el domingo mundial de las misiones, en el cual recordamos la especial tarea que Cristo nos dejó: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio”; aclamación que se repite ahora durante el salmo de la Santa misa. Dicha tarea, nos ha recordado Benedicto XVI, hoy se debe realizar en dos vertientes: “Ad gentes”, es decir, compartir la alegría del Evangelio con aquellos que no conocen a Jesús; pero también como “Nueva Evangelización”, que significa ayudar a reencontrarse con Jesús, a aquellos que un día fueron bautizados, pero que ahora viven como si Dios no existiera (Homilia, 7 de octubre del 2012).

Tristemente a veces menospreciamos la alegría y el buen entendimiento de vida que ofrece el Evangelio; esto, debido a que olvidamos que el “Evangelio responde a las necesidades más profundas de la persona, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno” (Francisco, E. G. 265). Sin esa convicción, ni nos entusiasmos por entenderlo y ni mucho menos nos comprometemos a compartirlo. Pero, “cuando se logra expresar adecuadamente y con belleza el contendido esencial del Evangelio, seguramente ese mensaje hablará a las búsquedas más hondas de los corazones” (ibídem).

De ahí la invitación del Papa Francisco y que viene muy a tono con el Domingo Mundial de las misiones; nos pide que recuperemos la fibra, la esencia de Evangelio, que es el amor misericordioso de Dios, esa es la verdad más grande que podemos compartir con el mundo: “La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona” (Misericordiea Vultus, 12). Esa debe ser la convicción más profunda y sólida que debe mover al creyente para dejarse encontrar por Dios y para ayudar a otros a que también se dejen conquistar por Él.

La Iglesia es depositaria de un tesoro divino, “el tesoro de la fe, que tiene por esencia el amor misericordioso de Dios”; de ese tesoro vivimos desde el bautismo, de ese tesoro nos seguimos nutriendo por la oración y por los sacramentos, en él nos adentramos cuando meditamos la Palabra de la Verdad; pero además, la fe es un tesoro que debemos compartir, pues así fue el mandato de Cristo: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio”, es decir, háblenles y contágienles del amor de Dios.

Ese amor exige una respuesta, un cambio de vida, que humanice y transforme, que facilite el encuentro verdaderamente humano, por eso las etapas de crecimiento en la fe que nos presenta el Papa Francisco, tomadas del Evangelio: “No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados, perdonen y serán perdonados. Den y se les dará” (Lc. 6, 37-38). Bajo ese proceso, que es un modo de vida, el Evangelio será creíble para todos, de lo contrario lo presentaremos como una doctrina más. Bajo una mística de vida de este nivel, el amor divino será algo palpable, algo tangible y atrayente. De este Evangelio, el mundo está sediento.

Cuando el Papa Benedicto XVI nos convocó al año de la fe, nos dijo que era necesario “redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe”. Y aclaraba, “la fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo” (Porta Fidei, 7). Refrendemos hoy esta tarea, a propósito del Domingo Mundial de las misiones.

El ser humano busca soluciones, respuestas, felicidad, cosas nuevas, y a pesar de que hoy hablamos de un enorme desarrollo y un sin fin de oportunidades, el corazón de muchos parece no encontrar plena satisfacción en nada; pero tenemos el ejemplo de San Agustín, para quien su vida fue una constante búsqueda hasta que su corazón encontró a Dios.

Que Dios nos gane con su amor y que le ayudemos a que otros también toquen ese amor divino. Ese es el amor que nunca desaparece, a pesar de nuestras caídas.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel


XXVIII Domingo del tiempo ordinario

Jesús sigue en su camino hacia Jerusalén, donde le espera la muerte; y en ese itinerario le sale un joven con una inquietud muy propia y sensata: “¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?” (Mc. 10, 17). Ese joven ya había dado un paso fundamental en su vida: conocía y observaba los mandamientos de Dios (cfr. Mc. 10, 18-20). Pero ahora Jesús se detiene y lo ve con amor, para invitarlo a dar un paso mucho más significativo: “Solo una cosa te falta: Ve y vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y así tendrás un tesoro en los cielos. Después, ven y sígueme”. (Mc. 10, 21). Aquel joven vivía en la observancia de los mandamientos, pero le faltaba lo más importante, descubrir en los mandamientos a Dios y ponerlo como el mayor de todos los bienes. Tenía muchos bienes, pero no sabía cuál era el mayor de todos, por eso ante la exigencia de Jesús, se retira entristecido (cfr. Mc. 10, 22). Ahí es donde se esconde el riesgo silencioso de las riquezas y del poder: Posiblemente, de frente al contexto social, aquel joven aparecía como alguien educado, justo y apegado a las devociones y tradiciones del pueblo, incluso aspira a lo más alto, a la vida eterna. No es de dudarse que hasta hiciera obras en nombre de Dios; pero hay un problema de fondo: No vivía en la convicción de que Dios fuera el valor más alto. Sus bienes y el poder que éstos dan, le contaminaban y cegaban el corazón en el momento de las decisiones más importantes.

Bien comenta Aristóteles en su libro de ética, que el poder y las riquezas, si no están bien ancladas en la virtud, entonces dañan el propio ser y a los demás. Sin la virtud, el poder y las riquezas ejercen un dominio sobre los afectos del hombre. El poder y la riqueza, son incapaces de ahuyentar las preocupaciones y de evitar los aguijones del miedo. El que ejerce el poder a veces usa ese poder para proteger sus intereses y esconder sus miedos o para reafirmar precisamente que él tiene el poder.

Por desgracia, hoy se nos prepara y mentaliza mucho para adquirir bienes materiales y para aspirar a tener poder, pero poco para ser virtuosos; por lo que sin duda de ahí surge la gran pobreza del tiempo actual. El virtuoso en cambio, disfruta como nadie de los bienes materiales, sean pocos y muchos, pues él sabe que la moral, constitutiva de la vida económica, no es ni contraria, ni neutral, sino por el contrario: “Cuando se inspira en la justicia y en la solidaridad, constituye un factor de eficacia social para la misma economía” (Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, 332). En esa buena virtud, dice el autor del libro de la Sabiduría: “Supliqué y se me concedió la prudencia; invoqué y vino sobre mí el espíritu de sabiduría. La preferí a los cetros y a los tronos, y en comparación a ella, tuve en nada la riqueza” (Sab. 7, 7-10).

El mundo está lleno de bienes y los mandamientos nos ayudan a dar orden a esos bienes, pero ese orden no trasciende cuando perdemos de vista cuál es el mayor de todos los bienes o cuando no damos el lugar a ese bien máximo.

En realidad la peor pobreza es cuando se piensa que los bienes materiales y las oportunidades de servicio son logros personales; esta mentalidad ha suscitado discordias, injusticias, ha separado familias, ha originado guerras, ha dividido el mundo. No es que los bienes terrenales en sí mismos sean un mal o que tenerlos sea un pecado; pero sí es bueno advertir que quien más tiene, más necesita de Dios, pues tiene más riesgos de cegar su corazón; con los bienes y con el poder, es más fácil justificar el mal o las equivocaciones. De ahí la advertencia de Jesús: “Hijitos, ¡qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!” (Mc. 10, 24).

La belleza de la fe, no nos limita en las cosas temporales, solo nos permite dar orden a nuestra vida, de modo que los mismos bienes temporales se conviertan en medios y no en estorbos, para lograr la aspiración máxima del creyente: “La vida eterna”.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel


XXVI domingo del tiempo ordinario

A Dios jamás lo podemos pensar en términos de exclusividad. Corrieron a avisarle a Moisés que en el campamento había dos hombres profetizando y le pidieron que por favor se los prohibiera, a lo cual él responde: “¿Crees que voy a ponerme celoso? Ojalá que todo el pueblo de Dios fuera profeta y descendiera sobre ellos el espíritu del Señor” (Nm. 11, 29). Algo similar sucede en el evangelio: “Juan le dijo a Jesús: Hemos visto a uno que expulsaba a los demonios en tu nombre, y como no es de los nuestros, se lo prohibimos. Pero Jesús respondió: no se lo prohíban, porque no hay ninguno que haga milagros en mi nombre, que luego sea capaz de hablar mal de mí. Todo aquel que no está contra nosotros está a nuestro favor” (Mc. 9, 38ss). Con esto queda claro que “el don de Dios” no está sujeto ni a lugares, ni a personas, ni a circunstancias; Dios no le pertenece a nadie en propiedad.

Cuando tomamos la actitud de aquellos que fueron a acusar ante Moisés que otros estaban profetizando o la actitud de los discípulos que se muestran celosos porque otros expulsan el demonio en nombre de Jesús, entonces impedimos que fluya las cosas buenas y nos convertimos, como enseña el Papa Francisco, en aduanas de las cosas de Dios. Esto sin duda es parte del mundanismo espiritual que el mismo Papa Francisco reprueba: “La mundanidad espiritual que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y la proyección personal”. El mundanismo espiritual, entre otras cosas, “se despliega en un funcionalismo empresarial, cargado de estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde el principal beneficiario no es precisamente el pueblo de Dios” (E. G. 93.95). Bajo ese espíritu, subraya el Papa, “la mundanidad espiritual lleva a algunos cristianos a estar en guerra con otros cristianos que se interponen en su búsqueda”; entran en guerra por celos o porque se interponen un su modo egocéntrico de buscar a Dios (cfr. E. G. 98).

Ante estas limitantes en el modo de querer manipular y exclusivizar a Dios, el Señor Jesús aprovecha para recordar dónde radica la esencialidad y la belleza de la fe: “Todo aquel que les dé a beber un vaso de agua por el hecho de que son de Cristo, les aseguro que no se quedará sin recompensa”. Las obras de misericordia son un modo excelente para “despertar nuestra conciencia, muchas veces aletaragada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio… La predicación de Jesús nos presenta las obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si vivimos o no como discípulos suyos” (Papa Francisco, M. V. 15). Ahí está la esencia y la belleza de la fe, que es accesible y comunicable para todos y por todos.

Sin duda, toda organización y estructura es importante en cuanto facilita y hace más eficiente el mensaje y la administración de la gracia, por eso el mismo Jesús organiza a los apóstoles y los hace pregoneros de su amor misericordioso; pero que eso no nos limite ni nos haga olvidarnos de que “la misericordia de Dios posee un valor que sobrepasa, en este caso, los confines mismos de la Iglesia y de toda estructura (M. V. 23).

Las necesidades del mundo, hoy más que nunca, son tantas y cuánto quisiera Dios que todos nos decidiéramos a ser sus profetas, como sucedió en tiempo de Moisés y en tiempo de Jesús. Ser profeta es hablar y actuar en nombre de Dios, pero es sobre todo permitirle a Dios que Él hable y actúe a través de nosotros. Ser profeta hoy es hacer presente a Dios en el hogar, en el trabajo, en la diversión, en la escuela y en cada espacio donde el hombre vive y actúa. Pero el profeta hoy tiene un matiz peculiar, debe ser el S. O. S. de la humanidad injustamente maltratada, necesitada de un profundo humanismo, urgida de que la persona vuelva a ser lo más significativo, lo más valioso.

No tengamos miedo ser los profetas de hoy, muchos con la biblia en la mano, otros predicando en los templos o en las casas, pero muchos más siendo testigos de la verdad y del amor misericordioso de Dios; demos esperanza y ofreciendo contenido ahí donde Dios se ha vuelto insignificante. Urgen profetas que, a ejemplo de Juan Pablo II, Benedicto XVI, Francisco y otros, hagan resplandecer la verdad en esos nuevos areópagos donde se toman decisiones que afectan a todos y donde se generan las mentalidades y las inercias que mueven al mundo.

Que jamás, en nombre de una presunta pureza religiosa, se le pongan barreras a aquellos que, con rectitud de corazón, desean cooperar en una razonable humanización del mundo.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel


¡Effethá!

Señor ábrenos los oídos para escuchar tu Palabra de Vida Eterna

Ábrenos nuestra boca para poder alabarte

XXIII domingo del tiempo ordinario

La presencia de Dios, se muestra también en signos corporales palpables, por eso el profeta Isaías anuncia al pueblo, que se encuentra deportado en Babilonia: “¡Ánimo! No teman. He aquí que su Dios, vengador y justiciero, viene para salvarlos. Se iluminaran entonces los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán. Saltará como un venado el cojo y la lengua del mudo cantará”. Y cuando el corazón humano se abre las bondades de Dios, entonces hasta la naturaleza entera se ve beneficiada (Cfr. Francisco, Laudato si): “Brotarán aguas en el desierto y correrán torrentes en la estepa. El paramo se convertirá en estanque y la tierra seca, en manantial” (Is. 35, 4-7).

Las promesas divinas anunciadas por el profeta logran un primer cumplimiento, inmediato, cuando a poco tiempo, el pueblo es liberado de la esclavitud, teniendo la posibilidad de regresar a la tierra prometida. Pero el cumplimiento definitivo se realiza en Cristo, quien nos ofrece una liberación integral, la liberación del hombre completo, situación expresada hoy en el santo evangelio: “Le llevaron entonces a un hombre sordo y tartamudo, y le suplicaban que le impusiera las manos. Él lo apartó a un lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva. Después, mirando al cielo, suspiró y le dijo: ¡Effethá! (que quiere decir ¡Ábrete!). Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y empezó a hablar sin dificultad” (Mc. 7, 31-35).

Son muchos los elementos significativos que se dan en este pasaje: por una parte la curación real del enfermo, como sucederá también con otros enfermos de parálisis, ceguera, de lepra y de todo tipo de enfermedad; mostrando así que la presencia liberadora de Cristo, el enviado de Dios incluye la salvación del cuerpo. Pero hay que atender también el hecho de que este milagro sucede en tierra de paganos, en Decápolis, zona de desierto, subrayando así que la narración del hecho no señala que el enfermo o quienes lo presentan tuvieran fe, lo que indica que los signos de vida llegan incluso hasta el desierto, donde pareciera que no hay esperanza. Más, la parte más contundente del hecho no es la parte física, ni la geográfica, sino la espiritual, pues Jesús no solo le abrió los oídos y la boca, físicamente hablando, sino que le abrió el alma, por eso la respuesta del enfermo y de quienes le acompañan: “Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero cuanto más lo mandaba, ellos con más insistencia lo proclamaban”.

¡Effetá! ¡Ábrete! Es el mandato imperativo de Dios, es el imperativo insistente con que el Espíritu Santo toca en el corazón de cada uno. Pero si el corazón no abre cómo atender las sugerencias que el Espíritu Santo hace a nuestra vida; pero no hay peor sordera que la del que no quiere oír.

Cuando de verdad le permitimos a Dios tocar el corazón, se vuelve imposible sofocar la grandeza de su presencia en nosotros. Sin duda, debemos pensar en la responsabilidad que tenemos quienes un día fuimos marcados con su gracia o aquellos que explícitamente hemos sido enviados a proclamar las maravillas de su amor. Aquellas personas que se les prohibió, descubrieron que era imposible sofocar en el silencio un hecho tan sublime y trascendente, era imposible sofocar en el silencio del corazón la presencia tan contundente de Dios, por lo que con admiración decían: “¡Todo lo ha hecho bien!”

Sin la apertura a la presencia de Dios, en realidad el hombre vive ciego y con una ceguera así es fácil ser víctima de las situaciones que matan y así no se disfrutan las enormes maravillas que Dios dispone todos los días para nosotros. Para empezar no descubrimos la maravilla más importante, que es la presencia misma de Dios.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel


XXI Domingo del tiempo ordinario

Dios vomita a los tibios; Él es tajante, simplemente o somos de los suyos o no lo somos, en la fe no caben los neutros. Es por eso que Josué habla al pueblo y le aclara: “Si no les agrada servir al Señor, digan aquí y ahora a quien quieren servir” (Jos. 24, 1). Dios quiere hacer una alianza con su pueblo: “Ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios” (Ex. 24; Dt. 13), pero no quiere que el pueblo sienta aquello como una obligación, Dios ya les ha demostrado su cercanía y grandeza, ahora el pueblo puede evaluar y decidir.

Aquella Alianza Antigua de pertenencia, tiene un momento decisivo en Cristo, que es la “Alianza Nueva y Eterna”; Él mismo es la Alianza y Él mismo sella dicha Alianza en la Cruz, con su sangre gloriosa. Y si de acuerdo a la costumbre, cuando se ofrecía un sacrificio para sellar una alianza, los participantes comían la carne del sacrificio para indicar que eran parte de aquel pacto; también ahora Cristo, durante el capítulo 6 del Evangelio de San Juan, habla de manera determinante sobre lo indispensable que es comer de su cuerpo y beber de su sangre, para poder ser parte de esta pertenencia a Dios. No hacerlo es excluirse. Es tan clara su afirmación que algunos, al escuchar: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”, dijeron: “Este modo de hablar es intolerable” y empezaron a abandonarlo.

Pero igual que Josué, también Jesús es determinante, por lo que enfrenta con rigor a sus apóstoles: “¿También ustedes quieren dejarme?” (Jn. 6, 69).

La respuesta de Josué fue: ustedes deciden si sirven o no a Dios, pero “en cuanto a mí toca, mi familia y yo serviremos al Señor” (Jos. 24, 2). La respuesta de Pedro, en nombre de los apóstoles es: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabra de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn. 6, 55). Josué y los apóstoles superan el dilema, alejan toda duda y reafirman su fe y convicción por Dios. Sin duda, se trata del dilema de la fe que debemos superar nosotros todos los días. Las invitaciones de otras voces que nos distraen y meten confusión, respecto a Cristo y a su obra que es la Iglesia, son muchas e intensas.

Dios nos da libertad, solo que debemos decidir con firmeza y no estar a medias, pues no se vale decir: Creo en Cristo pero no en su Iglesia, como si la Iglesia no fuera fundada por Dios y como si ésta no estuviera sostenida por Él, a pesar de la debilidad de los humanos que somos parte de ella. Hay quienes dicen que no creen en la Iglesia pero si quieren que le bauticen al hijo, que le celebren los XV años, que le confiesen al familiar que está muriendo y luego la Misa de funeral. O hay quienes dicen que Creen en Dios pero a su modo, como si Jesús hubiera venido para dar alternativas de una fe al gusto de cada uno. Basta un poquito de humildad para entender que nosotros solos no podemos diseñar un camino hacia Dios, cuando Cristo mismo ha dicho que Él es el camino, la verdad y la vida, y para demostrarlo y enseñarnos dedicó a tiempo completo,  todo su ser. Ni mucho menos es válido decir que creemos en Dios, pero vivimos llenos de supersticiones, miedos infundados y fantasías.

El ser humano tiene una alta dignidad y una extraordinaria capacidad para elegir las cosas buenas de la vida, pero se hace daño cuando elige a medias, situación que se agrava en el tiempo actual, pues como enseñó Benedicto XVI: “La fe está sometida más que en el pasado, a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad” (Porta Fidei, 12).

Sin la ciencia, el ser humano no podrá llegar a toda la hondura de los misterios que Dios sembró en la naturaleza, tan perfecta. Sin la fe, la verdad que la ciencia nos pone de manifiesto no alcanzará su debida trascendencia.

¡Haz la prueba y verás que bueno es el Señor!

Pbro. Carlos Sandoval Rangel


Cuarto domingo de Pascua

Con justa razón, Jesús se autoproclama como el buen pastor: “Yo soy el buen pastor” (Jn. 10, 11). La imagen del buen pastor es muy propia del tiempo de Jesús, pues era costumbre que el pastor, durante meses, día y noche, arriesgara su vida con sus ovejas allá en la montaña, enfrentando los riesgos del terreno, del tiempo y de los animales salvajes; diferente del asalariado, que ante los riesgos abandonaba a las ovejas. Pues Jesús es ese buen pastor que acompaña sus ovejas atendiéndolas en las contingencias del camino: consoló a los tristes, curó a los lastimados por el pecado, levantó al paralítico, etc.

En la tradición bíblica, los reyes, los patriarcas, los profetas, entre otros, eran también considerados como pastores del pueblo y de hecho hubo muchos que lo hicieron muy bien, podemos hablar por ejemplo de Moisés que, con el mandato y el poder de Dios, condujo al pueblo de la esclavitud de Egipto hacia la tierra prometida, cruzando portentosamente por el desierto. Pero Cristo es el pastor por excelencia, pues Él tiene dos peculiaridades muy especiales: La primera: “Yo soy el buen pastor, porque conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí… ellas escuchan mi voz…” (Jn. 10, 14-16); obviamente no se trata de un conocimiento físico; Él nos conoce porque conoce desde luego nuestro valor, nuestra dignidad, pero también nuestras miserias y fracasos. Su comprensión es tan profunda que implica, entre otras cosas, una confianza inquebrantable, primero de Él hacia nosotros, como debería de ser también de nosotros hacia Él. Sin esa confianza, el pastor no sería escuchado o su voz sería una entre otras. Se trata de una relación de amor, del mismo amor que une al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, pero que también une a esas tres Personas Divinas con las ovejas que han sido marcadas con el sello de la gracia. Es la unidad de amor que nos da la fe, cuando ésta nos lleva a poner a Dios por encima de cualquier otra . Es la unidad de amor, que capacita al creyente para enfrentar los retos de la vida.

La otra peculiaridad: “Yo doy la vida por mis ovejas… El Padre me ama porque doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita; yo la doy, porque quiero. Tengo poder para darla y lo tengo para volverla a tomar” (Jn. 10, 17-18). Esta peculiaridad, que ya tomaba sentido en la vida pública de Jesús, llega a su plenitud en su muerte y resurrección. Con su muerte y resurrección nos muestra que es capaz de bajar a las sombras de nuestra muerte, para conducirnos hacia la vida plena.

 El buen pastor va por delante de las ovejas para mostrarles el camino. Si el buen pastor abre paso por las cañadas oscuras, para llevar sus ovejas a los buenos pastizales, Cristo ya ha pasado la cañada más oscura, la cañada de la muerte. Por eso para los antiguos cristianos era común que en los sarcófagos se pusiera la imagen de Cristo buen pastor, con su bastón en la mano, para indicar que al ser querido que había muerto se le depositaba en el sepulcro con la confianza de que Cristo buen pastor le haría pasar de la oscuridad de la muerte a la luz de la vida verdadera. “Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto” (Benedicto XVI, Salvados en la esperanza, 6).

Pero Cristo, da seguridad no sólo en el paso más difícil como es el sepulcro, sino también en las oscuridades de la vida cotidiana; como enseña Benedicto XVI: El buen pastor, “expresaba generalmente el sueño de una vida serena y sencilla, de la cual tenía nostalgia la gente inmersa en la confusión de la ciudad” (ibidem); en ese sentido, Cristo buen pastor es algo propicio para el hombre de hoy, que vive inmerso a un ritmo de vida nada fácil, a veces creyendo lograrlo todo, pero confundido en mil problemas. Jesús no espera los momentos de aprieto para dar la vida, también ofrece serenidad en el día a día.

Jesús, buen pastor, es la piedra angular, que “los constructores, han desechado y que ahora es la piedra angular” (He. 4, 11). En Él pongamos toda nuestra confianza, pues Él nos hace pasar de la muerte a la vida.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel


Cuarto domingo de Pascua

Con justa razón, Jesús se autoproclama como el buen pastor: “Yo soy el buen pastor” (Jn. 10, 11). La imagen del buen pastor es muy propia del tiempo de Jesús, pues era costumbre que el pastor, durante meses, día y noche, arriesgara su vida con sus ovejas allá en la montaña, enfrentando los riesgos del terreno, del tiempo y de los animales salvajes; diferente del asalariado, que ante los riesgos abandonaba a las ovejas. Pues Jesús es ese buen pastor que acompaña sus ovejas atendiéndolas en las contingencias del camino: consoló a los tristes, curó a los lastimados por el pecado, levantó al paralítico, etc.

En la tradición bíblica, los reyes, los patriarcas, los profetas, entre otros, eran también considerados como pastores del pueblo y de hecho hubo muchos que lo hicieron muy bien, podemos hablar por ejemplo de Moisés que, con el mandato y el poder de Dios, condujo al pueblo de la esclavitud de Egipto hacia la tierra prometida, cruzando portentosamente por el desierto. Pero Cristo es el pastor por excelencia, pues Él tiene dos peculiaridades muy especiales: La primera: “Yo soy el buen pastor, porque conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí… ellas escuchan mi voz…” (Jn. 10, 14-16); obviamente no se trata de un conocimiento físico; Él nos conoce porque conoce desde luego nuestro valor, nuestra dignidad, pero también nuestras miserias y fracasos. Su comprensión es tan profunda que implica, entre otras cosas, una confianza inquebrantable, primero de Él hacia nosotros, como debería de ser también de nosotros hacia Él. Sin esa confianza, el pastor no sería escuchado o su voz sería una entre otras. Se trata de una relación de amor, del mismo amor que une al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, pero que también une a esas tres Personas Divinas con las ovejas que han sido marcadas con el sello de la gracia. Es la unidad de amor que nos da la fe, cuando ésta nos lleva a poner a Dios por encima de cualquier otra . Es la unidad de amor, que capacita al creyente para enfrentar los retos de la vida.

La otra peculiaridad: “Yo doy la vida por mis ovejas… El Padre me ama porque doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita; yo la doy, porque quiero. Tengo poder para darla y lo tengo para volverla a tomar” (Jn. 10, 17-18). Esta peculiaridad, que ya tomaba sentido en la vida pública de Jesús, llega a su plenitud en su muerte y resurrección. Con su muerte y resurrección nos muestra que es capaz de bajar a las sombras de nuestra muerte, para conducirnos hacia la vida plena.

 El buen pastor va por delante de las ovejas para mostrarles el camino. Si el buen pastor abre paso por las cañadas oscuras, para llevar sus ovejas a los buenos pastizales, Cristo ya ha pasado la cañada más oscura, la cañada de la muerte. Por eso para los antiguos cristianos era común que en los sarcófagos se pusiera la imagen de Cristo buen pastor, con su bastón en la mano, para indicar que al ser querido que había muerto se le depositaba en el sepulcro con la confianza de que Cristo buen pastor le haría pasar de la oscuridad de la muerte a la luz de la vida verdadera. “Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto” (Benedicto XVI, Salvados en la esperanza, 6).

Pero Cristo, da seguridad no sólo en el paso más difícil como es el sepulcro, sino también en las oscuridades de la vida cotidiana; como enseña Benedicto XVI: El buen pastor, “expresaba generalmente el sueño de una vida serena y sencilla, de la cual tenía nostalgia la gente inmersa en la confusión de la ciudad” (ibidem); en ese sentido, Cristo buen pastor es algo propicio para el hombre de hoy, que vive inmerso a un ritmo de vida nada fácil, a veces creyendo lograrlo todo, pero confundido en mil problemas. Jesús no espera los momentos de aprieto para dar la vida, también ofrece serenidad en el día a día.

Jesús, buen pastor, es la piedra angular, que “los constructores, han desechado y que ahora es la piedra angular” (He. 4, 11). En Él pongamos toda nuestra confianza, pues Él nos hace pasar de la muerte a la vida.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel

Diocesis de Celaya

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