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Por Mons. Benjamín Castillo Plasencia, obispo de Celaya

Aunque en su dimensión subjetiva, como hecho personal, encerrado en el concreto e irrepetible interior del hombre, el sufrimiento parece casi inefable e intransferible, quizá al mismo tiempo ninguna otra cosa exige —en su « realidad objetiva »— ser tratada, meditada, concebida en la forma de un explícito problema; y exige que en torno a él hagan preguntas de fondo y se busquen respuestas. Como se ve, no se trata aquí solamente de dar una descripción del sufrimiento. Hay otros criterios, que van más allá de la esfera de la descripción y que hemos de tener en cuenta, cuando queremos penetrar en el mundo del sufrimiento humano.

Puede ser que la medicina, en cuanto ciencia y a la vez arte de curar, descubra en el vasto terreno del sufrimiento del hombre el sector más conocido, el identificado con mayor precisión y relativamente más compensado por los métodos del « reaccionar » (es decir, de la terapéutica).

Sin embargo, éste es sólo un sector. El terreno del sufrimiento humano es mucho más vasto, mucho más variado y pluridimensional. El hombre sufre de modos diversos, no siempre considerados por la medicina, ni siquiera en sus más avanzadas ramificaciones. El sufrimiento es algo todavía más amplio que la enfermedad, más complejo y a la vez aún más profundamente enraizado en la humanidad misma. Una cierta idea de este problema nos viene de la distinción entre sufrimiento físico y sufrimiento moral. Esta distinción toma como fundamento la doble dimensión del ser humano, e indica el elemento corporal y espiritual como el inmediato o directo sujeto del sufrimiento. Aunque se puedan usar como sinónimos, hasta un cierto punto, las palabras « sufrimiento » y « dolor », el sufrimiento físico se da cuando de cualquier manera « duele el cuerpo », mientras que el sufrimiento moral es « dolor del alma ». Se trata, en efecto, del dolor de tipo espiritual, y no sólo de la dimensión « psíquica » del dolor que acompaña tanto el sufrimiento moral como el físico. La extensión y la multiformidad del sufrimiento moral no son ciertamente menores que las del físico; pero a la vez aquél aparece como menos identificado y menos alcanzable por la terapéutica.

La Sagrada Escritura es un gran libro sobre el sufrimiento. De los libros del Antiguo Testamento mencionaremos sólo algunos ejemplos de situaciones que llevan el signo del sufrimiento, ante todo moral: el peligro de muerte, la muerte de los propios hijos, y especialmente la muerte del hijo primogénito y único.

También la falta de prole, la nostalgia de la patria, la persecución y hostilidad del ambiente, el escarnio y la irrisión hacia quien sufre, la soledad y el abandono. Y otros más, como el remordimiento de conciencia, la dificultad en comprender por qué los malos prosperan y los justos sufren, la infidelidad e ingratitud por parte de amigos y vecinos, las desventuras de la propia nación.

El Antiguo Testamento, tratando al hombre como un «conjunto» psicofísico, une con frecuencia los sufrimientos « morales » con el dolor de determinadas partes del organismo: de los huesos, de los riñones, del hígado, de las vísceras, del corazón. En efecto, no se puede negar que los sufrimientos morales tienen también una parte « física » o somática, y que con frecuencia se reflejan en el estado general del organismo.

Como se ve a través de los ejemplos aducidos, en la Sagrada Escritura encontramos un vasto elenco de situaciones dolorosas para el hombre por diversos motivos. Este elenco diversificado no agota ciertamente todo lo que sobre el sufrimiento ha dicho ya y repite constantemente el libro de la historia del hombre (éste es más bien un «libro no escrito»), y más todavía el libro de la historia de la humanidad, leído a través de la historia de cada hombre.

Se puede decir que el hombre sufre, cuando experimenta cualquier mal. En el vocabulario del Antiguo Testamento, la relación entre sufrimiento y mal se pone en evidencia como identidad.

Aquel vocabulario, en efecto, no poseía una palabra específica para indicar el «sufrimiento»; por ello definía como «mal» todo aquello que era sufrimiento.

Solamente la lengua griega y con ella el Nuevo Testamento (y las versiones griegas del Antiguo) se sirven del verbo «πάσχω = estoy afectado por..., experimento una sensación, sufro», y gracias a él el sufrimiento no es directamente identificable con el mal (objetivo), sino que expresa una situación en la que el hombre prueba el mal, y probándolo, se hace sujeto de sufrimiento. Este, en verdad, tiene a la vez carácter activo y pasivo (de «patior»). Incluso cuando el hombre se procura por sí mismo un sufrimiento, cuando es el autor del mismo, ese sufrimiento queda como algo pasivo en su esencia metafísica.

Sin embargo, esto no quiere decir que el sufrimiento en sentido psicológico no esté marcado por una « actividad » específica. Esta es, efectivamente, aquella múltiple y subjetivamente diferenciada « actividad » de dolor, de tristeza, de desilusión, de abatimiento o hasta de desesperación, según la intensidad del sufrimiento, de su profundidad o indirectamente según toda la estructura del sujeto que sufre y de su específica sensibilidad. Dentro de lo que constituye la forma psicológica del sufrimiento, se halla siempre una experiencia de mal, a causa del cual el hombre sufre.

Así pues, la realidad del sufrimiento pone una pregunta sobre la esencia del mal: ¿qué es el mal?

Esta pregunta parece inseparable, en cierto sentido, del tema del sufrimiento. La respuesta cristiana a esa pregunta es distinta de la que dan algunas tradiciones culturales y religiosas, que creen que la existencia es un mal del cual hay que liberarse. El cristianismo proclama el esencial bien de la existencia y el bien de lo que existe, profesa la bondad del Creador y proclama el bien de las criaturas. El hombre sufre a causa del mal, que es una cierta falta, limitación o distorsión del bien. Se podría decir que el hombre sufre a causa de un bien del que él no participa, del cual es en cierto modo excluido o del que él mismo se ha privado. Sufre en particular cuando « debería » tener parte —en circunstancias normales— en este bien y no lo tiene.

Así pues, en el concepto cristiano la realidad del sufrimiento se explica por medio del mal que está siempre referido, de algún modo, a un bien.

El sufrimiento humano constituye en sí mismo casi un específico « mundo » que existe junto con el hombre, que aparece en él y pasa, o a veces no pasa, pero se consolida y se profundiza en él. Este mundo del sufrimiento, dividido en muchos y muy numerosos sujetos, existe casi en la dispersión. Cada hombre, mediante su sufrimiento personal, constituye no sólo una pequeña parte de ese « mundo », sino que a la vez aquel « mundo » está en él como una entidad finita e irrepetible. Unida a ello está, sin embargo, la dimensión interpersonal y social.

El mundo del sufrimiento posee como una cierta compactibilidad propia. Los hombres que sufren se hacen semejantes entre sí a través de la analogía de la situación, la prueba del destino o mediante la necesidad de comprensión y atenciones; quizá sobre todo mediante la persistente pregunta acerca del sentido de tal situación. Por ello, aunque el mundo del sufrimiento exista en la dispersión, al mismo tiempo contiene en sí un singular desafío a la comunión y la solidaridad. Trataremos de seguir también esa llamada en estas reflexiones.

Pensando en el mundo del sufrimiento en su sentido personal y a la vez colectivo, no es posible, finalmente, dejar de notar que tal mundo, en algunos períodos de tiempo y en algunos espacios de la existencia humana, parece que se hace particularmente denso.Esto sucede, por ejemplo, en casos de calamidades naturales, de epidemias, de catástrofes y cataclismos o de diversos flagelos sociales. Pensemos, por ejemplo, en el caso de una mala cosecha y, como consecuencia del mismo —o de otras diversas causas—, en el drama del hambre.

Pensemos, finalmente, en la guerra. Hablo de ella de modo especial. Habla de las dos últimas guerras mundiales, de las que la segunda ha traído consigo un cúmulo todavía mayor de muerte

y un pesado acervo de sufrimientos humanos. A su vez, la segunda mitad de nuestro siglo —como en proporción con los errores y trasgresiones de nuestra civilización contemporánea— lleva en sí una amenaza tan horrible de guerra nuclear, que no podemos pensar en este período sino en términos de un incomparable acumularse de sufrimientos, hasta llegar a la posible autodestrucción de la humanidad.

De esta manera ese mundo de sufrimiento, que en definitiva tiene su sujeto en cada hombre, parece transformarse en nuestra época —quizá más que en cualquier otro momento— en un particular « sufrimiento del mundo »; del mundo que ha sido transformado, como nunca antes, por el progreso realizado por el hombre y que, a la vez, está en peligro más que nunca, a causa de los errores y culpas del hombre.


Por Mons. Benjamín Castillo Plascencia, Obispo de Celaya

En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal. El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella.

El dictamen de la conciencia

Presente en el corazón de la persona, la conciencia moral le ordena, en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga también las opciones concretas aprobando las que son buenas y denunciando las que son malas. Atestigua la autoridad de la verdad con referencia al Bien supremo por el cual la persona humana se siente atraída y cuyos mandamientos acoge. El hombre prudente, cuando escucha la conciencia moral, puede oír a Dios que le habla.

La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto. Mediante el dictamen de su conciencia el hombre percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina.

La conciencia es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza. La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo.

Es preciso que cada uno preste mucha atención a sí mismo para oír y seguir la voz de su conciencia. Esta exigencia de interioridad es tanto más necesaria cuanto que la vida nos impulsa con frecuencia a prescindir de toda reflexión, examen o interiorización. San Agustín nos enseña: "Retorna a tu conciencia, interrógala. Retornad, hermanos, al interior, y en todo lo que hagáis mirad al testigo, Dios".

La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la conciencia moral. La conciencia moral comprende la percepción de los principios de la moralidad, su aplicación a las circunstancias concretas mediante un discernimiento práctico de las razones y de los bienes, y en definitiva el juicio formado sobre los actos concretos que se van a realizar o se han realizado. La verdad sobre el bien moral, declarada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por el dictamen prudente de la conciencia. Se llama prudente al hombre que elige conforme a este dictamen o juicio.

La conciencia hace posible asumir la responsabilidad de los actos realizados. Si el hombre comete el mal, el justo juicio de la conciencia puede ser en él el testigo de la verdad universal del bien, al mismo tiempo que de la malicia de su elección concreta. El veredicto del dictamen de conciencia constituye una garantía de esperanza y de misericordia. Al hacer patente la falta cometida recuerda el perdón que se ha de pedir, el bien que se ha de practicar todavía y la virtud que se ha de cultivar sin cesar con la gracia de Dios. Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo.

El hombre tiene el derecho de actuar en conciencia y en libertad a fin de tomar personalmente las decisiones morales. “No debe ser obligado a actuar contra su conciencia. Ni se le debe impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa.

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