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Pbro. Carlos Sandoval Rangel

El contexto social, político y religioso del pueblo de Israel, en el tiempo de Jesús, no era para nada favorable. Se vivía bajo el yugo del imperio romano, que además del control político, quitó a los sumos sacerdotes y puso a otros a su conveniencia, con el fin de tener también un control religioso. De ahí que cualquier movimiento religioso o político que no fuera con los intereses imperiales era imposible que prosperara. Con esto, el pueblo veía imposible ver cumplidas las promesas divinas hechas a Abraham y a los demás antepasados.

Por parte de los judíos, existían algunos grupos significativos, como los zelotes, provenientes del movimiento de Judas el Galileo, quienes consideraban que era necesaria la violencia para lograr un cambio. Estaban los fariseos, quienes tenían un apego escrupuloso a la ley; los saduceos que pertenecían a la clase aristocrática y sacerdotal y se consideraban gente ilustrada. Igualmente, existían los esenios. Cada grupo intentaba influir a su modo.

Todo al final, expresaba un clima de movimientos, esperanzas y visiones, muy contrastantes y nada favorables. El pueblo se sentía abandonado por Dios. Mas es, en ese clima, donde tiene cumplimiento la profecía de Isaías: “Una voz clama: Preparen el camino del Señor en el desierto. Construyan en el páramo una calzada para nuestro Dios… Entonces se revelará la gloria de Dios”. Y en respuesta a ello aparece Juan el Bautista.

Juan el Bautista propone algo absolutamente nuevo: sus ritos no son uno más entre otros ritos judíos, ni buscan un fin en sí mismos. Su rito bautismal exige comprometer la existencia. Su bautismo exigía el arrepentimiento y el compromiso a un nuevo modo de vida. Y lo más importante, Juan vincula aquel rito con Alguien que ya viene y que es más grande que él. Por tanto, su misión es anunciar algo muy importante que está por suceder.

Venían al Jordán de Jerusalén y en general de Judea, confesaban sus pecados y eran bautizados; pero un día sucedió algo nuevo, llegó alguien de Galilea: Jesús. Como dice el evangelio: “Sucedió que entre la gente que se bautizaba, también Jesús fue bautizado”. Para Juan era algo incomprensible e inadmisible. ¿Cómo que el esperado, el grande, estaba en la fila de los pecadores para ser bautizado?

Con este hecho, nos trasladamos del pesebre al Jordán. Cristo se formó en la fila de los pecadores para desde ahí, a los treinta años, que era la edad para poder participar de modo oficial en una actividad pública, cargar con los pecados de todos, iniciando así un proceso que culminaría en la Cruz y en la Resurrección. Jesús, carga con la culpa de la humanidad, entra con ella al Jordán e inicia la vida pública, poniéndose en el lugar de los pecadores (Cfr. J. Ratzinger, Jesús de Nazaret, p. 40).

Y sucedió que mientras oraba, del Cielo se oyó una voz que decía: “Esté es mi hijo muy amado”. Como dice el mismo Ratzinger, se trataba de un adelanto a la resurrección, y sólo a partir de ahí se puede entender el bautismo cristiano.

La fe judía, igual que los ritos de otras religiones, fueron perdiendo fuerza a partir de que se centraban en ritos vacíos que no comprometían la vida, ni hacían entrar en la dinámica de la vida de Dios. Pero desde el bautismo de Juan el Bautista y el inaugurado por Cristo, bautizarse es comprometerse a entrar en una dinámica nueva de vida. Es comprometer la existencia y permitir que Cristo cargue con lo que más nos pesa, nuestros pecados.

El proyecto de Dios, que parte del pesebre y se retoma ahora en el bautismo de Jesús, nos descubre el sentido de nuestro propio bautismo: que cada bautizado sea de verdad una persona nueva, arraigada en Dios y comprometida seriamente con el mundo; como de hecho lo hizo Jesús.

Las tremendas controversias y pobrezas humanas del mundo, como lo estamos viviendo en México, sólo tendrán solución en algo absolutamente nuevo: Jesús; que hace nuevo al ser humano.

¡Hagamos valer la grandeza de nuestro bautismo!



Pbro. Dante Gabriel Jiménez Muñoz-Ledo
El día del bautismo de Jesús, el pueblo estaba en espera del Mesías. Por eso muchos habían salido de sus casas y habían aplazado sus compromisos habituales. En el fondo de esta actitud, descubrimos que deseaban un mundo diferente. Se acercan al bautismo de Juan: un bautismo de penitencia y conversión, con el deseo de ofrecerse a Dios para que obrara en ellos y en el mundo un cambio verdadero: el perdón de los pecados y la posibilidad de comenzar una vida nueva. Nunca imaginaron que presenciarían la manifestación de Jesús como Hijo de Dios. A partir de ese momento, distinguieron un bautismo superior: el bautismo con fuego, es decir, con Espíritu Santo.

 Desde aquel día, todos los cristianos, a lo largo de los siglos, recibimos esta gratuidad de Dios; por el bautismo, nos hace sus hijos y nos dispone para vivir en Él.

 Pero el bautismo de Jesús, igual que sucedió con Él, nos compromete para la misión. Quienes hemos recibido este don, estamos llamados a comunicarlo a los demás. Pero no solo de manera verbal, sino acompañando a nuestras palabras el testimonio de nuestra vida. Esto significa vivir en Dios, que nuestra vida, permaneciendo perfectamente humana, se vuelve trascendente y plena por la fuerza del Espíritu Santo. La gente ha de descubrir en nosotros, lo mismo que los primeros cristianos encontraron en Jesús: que vivimos llenos de Espíritu Santo.

 Si nos decidimos a vivir así, entendemos que es tiempo de iniciar nuestra misión.
Vivir en Dios:

1-Nos hace Libres

El bautismo de fuego, marca el término de nuestra servidumbre. Como escuchamos en la primera lectura, al mensajero de buenas noticias. Él nos anuncia la llegada del pastor que nos hace crecer. Su presencia nos libera de toda esclavitud. Hoy podríamos preguntarnos: ¿Cuáles son mis esclavitudes, en dónde me descubro dependiente de una servidumbre enfermiza?

2 -Nos regenera

Lo que motiva nuestra moralidad no es el solo impulso del Espíritu, sino el favor de Dios hecho visible en Jesús. Él es nuestro maestro de conducta moral. Con la esperanza de su venida, el apóstol Pablo nos llama a vivir una vida sobria, justa y fiel a Dios. Hay que distinguir un antes y un después en la vida de Dios.

 Los que somos conscientes de nuestro bautismo, experimentamos que Jesús nos salvó no por nuestros méritos, sino por su misericordia. Sentimos así, que vivir en Dios nos regenera y, al mismo tiempo, nos compromete a responder a su generosidad.

Y esta regeneración no es solo espiritual, implica también la materia. Quedamos regenerados en el cuerpo y el alma. Así lo diseñó Cristo al asumir nuestra naturaleza humana; por eso vivir en Dios es algo que ha de notarse incluso en nuestra expresión corporal.

3 -Nos hace trascendentes

Después de nuestra enmienda, que es el primer efecto del bautismo, recibimos una vida que no se agota en nuestro tiempo y espacio. Igual que cuando Jesús fue bautizado, también en nuestro bautismo se abrieron los cielos.

Jesús los abrió para nosotros, cuando “estaba en oración” (Lc 3,21). Hemos de entender que habló con su Padre, pero no solo habló por sí, sino por cada uno de nosotros.

Y así, en cada nuevo bautizado, vuelve a suceder el mismo misterio: el Padre celestial dice sobre cada uno de nosotros: “Tú eres mi hijo”.

En cierta manera el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo descienden entre nosotros y nos revelan su amor que salva.

 Quedamos asociados a la muerte y resurrección de Cristo y, por lo mismo, participamos de su misión.

¿Qué tan trascendente te descubres hoy?
Vivamos en Dios.


Pbro. Carlos Sandoval Rangel

Fiesta de la Epifanía

La imagen del pesebre sigue presente y, desde ahí, seguimos aprendiendo la grandeza del misterio del niño que nos ha nacido. La fe de María y de José ha sido contundente en todo este acontecimiento. Con el amor más puro, no sólo han acogido al salvador del mundo, sino que además lo han presentado para todos. Hemos aprendido la humildad y la alegría de los pastores que se regocijan, van a verlo y comparten esta inaudita noticia.

Ahora aparecen los magos: “Unos magos de oriente llegaron entonces a Jerusalén y preguntaron: ¿Dónde está el Rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos surgir su estrella y hemos venido a adorarlo” (Mt. 2, 1.2).

Se pueden subrayar dos dimensiones de la salvación expresadas en la presencia de los magos en el pesebre:

Una, el hecho de los magos envuelve elementos científicos, culturales y religiosos propios de los pueblos del oriente antiguo para darles un significado más alto a partir de la identidad y misión de Jesús, revelado en el pesebre. La salvación no es una cuestión meramente sentimental ni espiritualoide, sino algo que debe calar en el entender del ser humano. Por eso, la misma ciencia y demás expresiones culturales y religiosas encuentran su máximo sentido en la medida que se conectan con las verdades reveladas en Jesús. La fe cristiana no discrimina ningún esfuerzo humano que busca entender, solo clarifica y redimensiona. Ya decía San Juan Pablo II que la fe y la razón son como dos alas que elevan el espíritu humano hacia la contemplación de la verdad (Fe y Razón). Y eso es exactamente lo que sucede con los magos, que para su tiempo eran los hombres de ciencia.

En los países del entorno a Palestina, era común la ciencia astrológica y a partir de sus estudios, se tenía la firme convicción de que todo niño nacía en una coyuntura astral, por lo que todo niño tenía su estrella. Pero cuando aparecía una nueva estrella o se daba la combinación de dos, significaba que algo nuevo estaba por suceder, un cambio significativo venía para la historia humana. Por su parte, en la constelación persa, 7 años antes de la era cristiana se habrían conjugado Júpiter y Saturno. Júpiter era considerado universalmente como el astro soberano del universo; mientras que Saturno, para los babilónicos, era el astro de Siria y para los astrólogos helenistas era el astro de los judíos. De ahí que ante la conjugación de estos dos astros (planetas), los astrólogos del tiempo estuvieran atentos a algo nuevo, por lo que no dudaron en dar seguimiento a la aparición de una nueva estrella, la que les llevaría al portal de Belén.

Y la otra dimensión, que se desprende de la presencia de los magos, es que el Dios que se ha hecho presente en un niño envuelto en pañales, no es exclusivo de nadie. “Es un Dios para todos”. Por tradición, estos personajes representan las diversas razas de la tierra, por lo que ya no será sólo el Dios de Israel, sino de todos los hombres. Estos personajes ilustres vienen al pesebre con un fin muy preciso: ratificar, en nombre de todas las razas, la dignidad única del niño que ha nacido. Y nos enseñan algo extraordinario: reconocen al nuevo Rey, sin escandalizarse de su pobreza. Diferente a los doctores y a los especialistas en las Escrituras que no lo reconocieron. Los magos nos enseñan que la humildad y obediencia religiosa son sensibles a los signos de los tiempos y a la manera sencilla de manifestarse de Dios. Diferente a los que, por soberbia, creen saber mucho y se pierden de lo más sagrado, sencillo y trascendente de la vida.

Los magos nos enseñan que cualquier pueblo, raza o cultura puede reconocer, en el niño que nos ha nacido, al nuevo Rey del universo. Al Rey que trae nuevas reglas: el amor, la benevolencia, la tolerancia, la generosidad y todo lo que provoca hermandad. Es el Rey que viene para liberar. Por eso, como Rey, le ofrecieron el oro. En el niño reconocen al Dios que perdona y merece ser amado por encima de todas las cosas, por eso le ofrecen el incienso. Y le ofrecen la mirra porque reconocen en el niño Jesús al hombre que enseña, que humildemente viene para servir, que con su sufrimiento pagará el rescate de todos y que se hace presente (hoy en el Pan y el Vino).

Con este hecho, que exalta la identidad de Jesús, se dan por cumplidas las esperanzas judías, pero también las esperanzas de todos los hombres. Por eso, dice el profeta: “mira: las tinieblas cubren la tierra y espesa niebla envuelve a los pueblos; pero sobre ti resplandece el Señor y en ti se manifiesta su gloria” (Is. 60, 2).

¡Que te adoren, Señor, todos los pueblos!


Padre Dante Gabriel Jiménez Muñoz Ledo

En la multiplicación de los panes, Jesús lleva a sus discípulos a la experiencia de la comunión entre ellos y con Dios. Se hace comunidad si se piensa en los demás, en sus necesidades del cuerpo y del alma. Y si se mira el horizonte de liberación y de trascendencia que propone Jesús.

No es una casualidad que este episodio de la multiplicación dé inicio al gran discurso sobre el pan de vida. Ni que el evangelista nos informe que estaba cerca la Pascua judía. Que la multiplicación de los panes se desarrolle a la orilla del mar de Galilea, lugar que recuerda a quienes escuchan el Evangelio, el paso del mar rojo. O que Jesús suba al monte, como Moisés.

Para hacer comunidad, hay que mirar hacia el Éxodo, hacia la superación de los condicionamientos temporales, y encontrar a Dios que hace de nuestra vida ordinaria algo extraordinario.

Cuando todos ven en Jesús a un liberador, incluso después de la multiplicación quieren proclamarlo rey. Jesús quiere que vayan más lejos, junto con Él. Que entren en la comunidad de su Padre. Y una manera de hacérselos entender es la multiplicación de los panes.

¡Qué importante hacer comunidad hoy, cuando vivimos en un mundo que nos propone la ideología del dinero y del bienestar, nos propone una sociedad ciega, individualista y pragmática!
Experimentamos que con todos sus esfuerzos, este tipo de sociedad no logra saciar nuestras hambres del cuerpo y del alma. Tú, ¿con cuánto te sacias? Parece que nos hace falta liberarnos para hacer comunidad.

¿Cómo hacemos comunidad? Intentemos estas tres actitudes:

1- Hay que saber de primicias
 Solo si entendemos que todo don viene de Dios, sabremos compartir con los demás. Nos liberaremos de la esclavitud en la que nos mete el sentido de posesión.  Saber de primicias implica entender que cuando Dios da, da para todos y que lo primero que se recibe de la cosecha, tiene un destino: el don de Dios a alguien más. Es la manera en que Dios multiplica su acción salvadora. Eliseo sabía esto, como escuchamos en la primera lectura: comerán todos y sobrará.

2-Hay que llevar una vida digna
Para San Pablo, no hay vida si se vive en el aislamiento. La persona se dignifica cuando responde al llamamiento que ha recibido de Dios. El llamamiento es a vivir en comunidad entre nosotros y con Dios. Esto implica: la humildad, la amabilidad, la comprensión, la tolerancia, la unidad y la paz.La vida digna busca destruir los defectos que nos aíslan y trabaja por mantener la unidad. El solo Dios que está sobre todos, actúa a través de todos y vive en todos.  Es quien hace posible vivir como una gran comunidad, en clave de éxodo.

3- Hay que vivir las categorías de Jesús
La comunidad no se hace desde los asistencialismos. La solución para el hambre no se encuentra en las categorías de la economía del dinero, sino en la economía del compartir. Muchos de nosotros hoy somos puestos a prueba, igual que Felipe. Muchos otros, ya actuamos con más cercanía a Jesús. Igual que Andrés, ya entendemos la categoría del compartir, que es la categoría de la solidaridad y del amor.

La nueva comunidad que Jesús quiere es la comunidad de personas libres. Así vemos que manda que se recuesten para comer. Porque la nueva Pascua es la de los hombres libres. Jesús hace que la comunidad pase de ser un grupo gris al que hay que asistir; a personas individuales y dignas que van a compartir no solo el alimento, sino la vida.

 En grupos de cincuenta, que significa la comunidad del espíritu. Cuando Jesús hace la acción de gracias, nos lleva a la comprensión de que el origen de los panes está en Dios. Ha separado esos panes de su antiguo poseedor. Lo libera de esa posesión que pudo ser egoísta, para que se convierta en don de Dios para todos. Entendemos también, que hacer comunidad es compartir, para que se prolongue el amor de Dios hacia todos.


Pbro. Carlos Sandoval Rangel

XVII domingo del tiempo ordinario

¡Cuánto le duele a Dios que muchas personas sigan muriendo de hambre! Por cada persona que pasa hambre, Dios nos pregunta: ¿dónde está tu hermano? ¿Qué has hecho con él? ¡Y pensar que más de 795 millones de personas en el mundo no tienen lo suficiente para comer! El hambre mata más personas que el sida. 66 millones de niños van con hambre a la escuela. En México, 70% de los municipios que concentran el 30% de la población, padecen serios problemas de hambre. 

Muchos, evadiendo la responsabilidad humana, se preguntan ¿Si Dios existe y si es bueno, entonces por qué en el mundo existe tanta miseria? Jesús que multiplicó los panes, ¿no debería de multiplicarlos todos los días y darle de comer a todos los que no tienen? Sin duda, Jesús puede y debe multiplicar los panes. Más aún, sí lo hace.

El problema no está en Dios, sino en que el egoísmo humano no permite a muchos voltear a ver al hermano. Dice el Papa Francisco: “no se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil” (EG 52). Como señalaba san Juan Pablo II, a pesar de la pobreza extrema en el mundo, “se ven a menudo manifestaciones de egoísmo y ostentación desconcertantes y escandalosas” (Sollicitudo Rei Socialis, 14).

Debemos convencernos de verdad que el Evangelio es la buena nueva que puede revolucionar el mundo, pero mientras el ser humano siga enfermo del corazón y no se abra a la verdad de Dios, la miseria seguirá creciendo más y más. La solución a la miseria humana no son las cruzadas contra el hambre, ni algún otro sistema asistencialista, pues eso sólo crea más pobreza, por la cultura del paternalismo. Los programas asistencialistas valen para casos concretos, pero no pueden adoptase como solución social. La solución debe ser algo más profundo que transforme el interior del ser humano, como lo propone Dios, de lo contrario no surgirán las verdaderas estructuras sociales que generen un desarrollo integral.

El Evangelio nos presenta a Jesús enseñando a la multitud, enseñándoles las verdades que hacen vivir. Y es ahí que le pregunta a Felipe: “¿Cómo compraremos pan para que coman éstos?” Le respuesta de Felipe: “Ni doscientos denarios bastarían para que a cada uno le tocara un pedazo de pan”. Efectivamente, los cálculos humanos, por sí solos, siempre serán insuficientes para dar respuesta a las necesidades humanas.

Pero viene la siguiente parte del acontecimiento: Andrés le dice a Jesús: “Aquí hay un muchacho que trae cinco panes de cebada y dos pescados”. Para Jesús hay algo importante, aquel joven no solo trae cinco panes y dos pescados, sino que, sobre todo, está dispuesto a compartirlos. Igual pasa con Eliseo, quien recibe las primicias, y él en vez de guardarlas para sí mismo, pide que las repartan a la gente (Cfr. 2 Re. 4, 42).  Esto marca la gran diferencia.

Si pensamos, por ejemplo, en un empresario, existen los ambiciosos que quieren acaparar y adueñarse de todo, crean sistemas y estructuras de explotación, para captar riqueza y más riqueza. Pero igual, hay quienes, con gran responsabilidad hacen de su empresa no solo un medio de empleo que da sustento a más y más familias, sino que además se preocupan por hacer de sus empresas un espacio de crecimiento también humano, en bien de sus trabajadores.

¡Cómo se le facilita a Dios ayudarnos en las diversas situaciones de la vida, cuando también nosotros estamos dispuestos a colaborar con lo poquito que somos y tenemos! Tanto el joven del Evangelio, como el profeta Eliseo podrían egoístamente asegurarse a sí mismos y olvidarse de los demás, pero no fue así. Este es uno de los puntos difíciles de vencer en el mundo. En realidad, ¿qué sería del mundo si nos atreviéramos a vencer tantos egoísmos, si venciéramos tantos intereses individualistas? Por eso, ante el desprendimiento de aquel joven, Jesús hace la indicación: “Díganle a la gente que se siente”. Comió toda la gente y todavía recogieron las sobras.

¿Señor, sin tu ayuda qué podrían valer las pequeñas cosas que a veces ciegan nuestro corazón? Tú eres nuestro alimento, pero ayúdanos a entender que desde lo poco, podemos colaborar para que la vida le sea mejor a muchos.


Fray Arturo Ríos Lara OFM

¡Buenos días, gente buena!
VI Domingo de Pascua B
6 de mayo

Juan 15, 9-17
Durante la Última Cena, Jesús dijo a sus discípulos: Como el Padre me amó, también Yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor.

Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como Yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto.

Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que Yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; Yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre.

No son ustedes los que me eligieron a mí, sino Yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, Él se lo concederá. Lo que Yo les mando es que se amen los unos a los otros.Palabra del Señor.

Un Dios que es señor y rey y se hace amigo, igual a nosotros. Es una de esas páginas en que parece contenida la esencia del cristianismo, las cosas determinantes de la fe: como el Padre me ha amado a mí, así los he amado a ustedes, permanezcan en este amor.

Un canto rimado en el vocabulario de los amantes: amar, amor, gozo, alegría, plenitud… Debemos volver todos a amar a Dios como enamorados no como siervos. Y hay un camino, hasta fácil, indicado en las palabras: permanezcan en mi amor.

Ya están dentro, entonces, permanezcan, no se vayan, no huyan, Con frecuencia nos resistimos, nos defendemos del amor, tendremos el recuerdo de heridas y desilusiones, temeremos traiciones… Pero el Maestro, el sanador del desamor propone su pedagogía: ámense los unos a los otros.

No simplemente, amen. Sino, los unos a los otros, en la reciprocidad del dar y recibir, Porque amar puede bastar para llenar una vida pero amar y ser amado alcanza para muchas vidas. Y la palabra que hace la diferencia cristiana: ámense como yo los he amado.

Como Cristo, que lava los pies a los suyos; que no juzga ni excluye a nadie, que mientras lo hieres te mira y te ama; en busca de la última oveja con ternura combativa, a veces valeroso como un héroe, a veces tierno como un enamorado.

 Significa tener a Jesús como la alta medida del vivir. Pues ¿cuándo nuestra fe es verdadera y cuando es simple religión? La fe es cuando tú te haces a la medida de Dios; la religión es cuando quieres hacer a Dios a tu medida. Es Jesús quien se acerca a nuestra humanidad: Ustedes son mis amigos. Ya no siervos, sino amigos. Palabradulce, música para el corazón del hombre. La amistad, algo que no se impone, no se finge, no se mendiga.

Que dice alegría e igualdad: dos amigos están a la par, no hay un superior y un inferior, quien ordena y quien ejecuta. Es el encuentro de dos libertades. Los llamo amigos: un Dios, señor y rey que se hace amigo, que se pone a la par con el amado! Pero, ¿Por qué escoger permanecer en esta lógica? La respuesta es simple, para estar en la alegría: les digo esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea plena.

El amor se toma en serio, es nuestro bien, nuestra alegría. Dios, un Dios feliz (“mi alegría”), usa su pedagogía para buscar hijos felices, que amen la vida con un corazón fuerte y libre y experimenten gozo y gusten de la grande belleza.

La alegría es un síntoma: te asegura que vas caminando bien, que estás en el camino justo, que tu sendero apunta directo hacia el corazón ardiente de la vida. Jesús, pobre de todo, no ha estado pobre de amigos, más bien ha celebrado tan gozosamente la liturgia de la amistad, hasta sentir vibra en ella el nombre mismo de Dios.

¡Feliz Domingo!
¡Paz yBien!
Fr. Arturo Ríos Lara, ofm.



Pbro. Dante Gabriel Jiménez Muñoz Ledo

Celebramos el último Domingo de Pascua. Al tomar el texto del Evangelista Juan, entendemos que se trata de una parte del discurso de despedida de Jesús, al final de la Última Cena. Jesús está pleno de sentimientos de amor por los suyos y por su Padre Dios; está llegando al momento final de su misión, y quiere insistir en el tema del amor. Les entrega la síntesis de cuanto les ha enseñado, la esencia de la relación con Dios y con los demás. El amor al prójimo y el amor a Dios.

“Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado”. ¿A qué tipo de amor se refiere Jesús? Al amor de amistad, o sea, al amor recíproco que iguala en la comunicación de vida, amor y alegría. Por eso dirá también: “Ya no los llamo siervos…, a ustedes los llamo amigos”.
Si nos fijamos bien, Jesús propone una relación inmediata con Dios: “…les he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre”, no una relación de sirvientes. Seríamos los más infelices creyentes si a estas alturas de nuestra relación con Dios en Cristo, tuviéramos un Dios dominador, al modo de los amos con sus siervos, con un pie sobre nuestro cuello. Jesús equipara nuestra relación con Dios en la experiencia del amor de amistad; nos introduce a la intimidad de su Padre y a la alegría del amor que vive con Él.

¡Qué importante ejercitarnos en esta experiencia del amor de amistad hoy! Especialmente cuando vivimos en un mundo de amores egoístas, estáticos, inestables, pobres o no completados. Podemos llegar a “la cima del amor”. Jesús querría que entendiéramos esto: que en el ejercicio del amor, alcanzamos la cima de nuestra relación con Él y con su Padre.

¿Cómo amar así, como Jesús nos ama? Intentemos estas tres ideas:

1- Amar sin distinción

  El amor con el que nos relacionamos tiene un destinatario, uno que podría no ser nuestro favorito. Es necesario no juzgar por las apariencias de quien tenemos enfrente. Pedro llega a esta conclusión: que Dios no hace distinción de personas, cuando descubre que el Espíritu Santo también había sido derramado sobre los paganos.
  Parece que en las personas que consideramos lejanas a nosotros, las que piensan diferente o son diferentes, Dios ha sembrado también el don de su vida. Podemos esforzarnos por encontrar el vestigio del Espíritu Santo en ellas. Implica entonces amar gratuitamente, sin que nos lo pidan y sin esperar respuesta; comunicar en lo general la riqueza de nuestro amor, a quien Dios quiere.

2- Completar el ciclo del amor

 Nosotros no somos el origen del amor; por tanto, tampoco los dueños, somos solo comunicadores del amor vital de Dios. Todo amor que hay en el mundo viene de Dios y regresa a Él, en este sentido es circular.

 Se completa el ciclo del amor si yo lo multiplico, si doy el paso a amar como un nacido de Dios y, por lo tanto, como alguien a quien el amor no le es extraño, sino familiar y vital.

Hemos de constatar en nuestros intentos de amor, que no existe amor a Jesús sin compromiso con los demás. El amor se completa si respondo a las necesidades de los demás. Esto significa cumplir el mandamiento: cubrir las necesidades de los demás. Cuando Jesús dice, como escuchamos en el Evangelio, que somos sus amigos si cumplimos su mandamiento, se siente como un amor de amistad condicionado. Pero en realidad no es así. El mandamiento se entiende aquí como causa común: si lo amamos a Él, amamos Su proyecto, Sus sentimientos y deseos, y en ese ejercicio de bondad llegamos a la alegría plena.

3- Amar con amor de amistad

Las relaciones muchas veces son complicadas; para amar como amigos al modo de Jesús, implica crear una comunidad de amor mutuo, y de ahí, hacer causa común. Es aquí donde tiene origen la misión.

Cicerón decía que el amigo es alter ego, mi otro yo. Aquel que ha guardado mi imagen, mi identidad, el que es tan parecido a mí que a veces es yo mismo. Por eso cuando un amigo está perdido, no sabe más quien es, ha perdido su identidad en la relación cotidiana con los demás, tiene necesidad de encontrar a su amigo, para que éste le refrende su imagen, su identidad.

El libro de la Sabiduría dice que quien encuentra un amigo, encuentra un tesoro.

Jesús está diciendo que la amistad lleva a la plenitud de la alegría mutua. Esta alegría viene de compartir la intimidad de Dios y su proyecto de misión.

¿Cómo es tu amor de amistad con los tuyos? ¿Cómo es tu relación de amistad con Dios?


Pbro. Carlos Sandoval Rangel

VI Domingo de Pascua

“Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida” (Benedicto XVI, Dios es amor, 1). Ahí radica la esencia de la fe cristiana. Sólo el amor puede colocar al hombre en los horizontes en que fue pensado por Dios. Fuera de esto, todo nos enferma, el corazón acumula odios, confusiones, egoísmos, rivalidades, etc.

Los griegos, teniendo cuenta sólo del amor meramente humano, el amor Eros, ya decían que el amor es una potencia divina, que le permite al hombre experimentar la dicha más alta. Así, ante el amor, decía Virgilio, todas las demás potencias entre cielo y tierra parecen de segunda importancia. De ese modo, decía: el amor todo lo vence, por tanto rindámonos también nosotros ante el amor (Cfr. Las Bucólicas, X, 69). Si esa visión se tenía del amor en su experiencia sólo humana, ahora imaginemos lo que encierra la infinitud del amor de Dios.

Creemos en Dios por el amor que nos ha mostrado en Cristo, sobre todo a partir del acto sublime de la Cruz. Ahí, en el hecho de la Cruz, “se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo. Esto es el amor en su forma más radical” (Benedicto XVI, Dios es amor, 12). Por eso la afirmación del apóstol: “Dios es amor” (1 Jn. 4, 8). Verdad que sólo desde el misterio de la Cruz se puede comprender en su máxima profundidad. Dios sabe que su amor nos hace vivir, por eso nos amó hasta el extremo, porque quiere que el hombre viva.

Señala San Juan: “El que no ama, no conoce a Dios”, a lo que podemos añadir: y tampoco se conoce a sí mismo, pues sin amor, el ser humano permanece incomprensible para sí mismo (Juan Pablo II). En cambio, el que ama, amando al prójimo se reafirma a sí mismo. El ejemplo es Cristo, quien mostró de modo pleno su identidad cuando su amor llegó también a su plenitud. Desde la Cruz reafirmó al hombre en su dignidad más alta, pero también así logro reafirmarse Él mismo como el Mesías.

Si los griegos ya señalaban que el amor es una potencia divina presente en el hombre, la fe nos permite entender que el amor es el único camino válido. Pues el amor enlaza al hombre con su origen y con su fin máximo, es decir, con Dios. Pero además, la fe custodia el camino del amor. Los griegos admiraban la grandeza del amor eros, pero, en nombre de ese mismo amor, muchas veces cometían locuras inhumanas, como de hecho sucede a menudo en nuestro tiempo. En cambio, la fe permite que el amor no se contamine; al contrario, el amor iluminado desde la fe, siempre dignifica, fortalece y logra las más altas pertenencias interpersonales.

En el amor, guiado por la fe, viven una pertenencia de modo sustancial los miembros de una familia, los amigos, los vecinos. Y sobre todas las cosas, el creyente vive una pertenencia mutua con Dios. Por el amor, le pertenecemos a Dios como creaturas y le podemos pertenecer como hijos. Pero lo más sublime: por amor, Dios nos pertenece a nosotros. Se hace nuestro. Es nuestro Dios. Así lo vivimos en los sacramentos, especialmente en la comunión, donde Cristo amorosamente se hace nuestro y nos acompaña en la vida cotidiana.   

         Cuando el amor guidado por la fe no es el camino, entonces el corazón egoísta se satura en pretensiones que le ahogan y enferman.

La propuesta de Jesús es: primero, “Como el Padre me ama, así los amo yo. Permanezcan en mi amor” (Jn. 15, 9). Segundo: “Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo les he amado” (Jn. 15, 12). ¿Para qué intentar otros caminos que nos han dado tan malos resultados?



Fray Arturo Ríos Lara OFM

¡Buenos días, gente buena!

Domingo V de Pascua B

Juan  15, 1-8: Durante la Última Cena, Jesús dijo a sus discípulos: Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía. Ustedes yaestán limpios por la palabra que Yo les anuncié. Permanezcan en mí, como Yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí.

Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y Yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde. Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán. La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos. Palabra del Señor.

Jesús es la vid. Y nosotros los sarmientos, alimentados con la savia del amor. Una vid y un viñador. ¿Qué hay de más simple y más familiar? Una planta con las ramas cargadas de racimos; un labriego que la cuida con manos que conocen la tierra y la corteza: me encanta este retrato que Jesús hace de sí mismo, de nosotros y del Padre. Dice Dios con las palabras simples de la vida y del trabajo, palabras perfumadas de sol y de sudor. No puedo tener temor de un Dios así, que me trabaja con toda su dedicación, para que yo me llene de frutos sabrosos, frutos de fiesta y de alegría.

Un Dios que me está cercano, me toca, me lleva, me poda. Un Dios que me quiere, de lujo. No puedes tener temor de un Dios así, y solo sonríes. Yo soy la vid verdadera. Cristo vid, yo sarmiento. Él y yo, la misma cosa, la misma planta, la misma vida, única raíz, una sola savia… Novedad apasionada. Jesús afirma algo revolucionario: yo soy la vid, ustedes los sarmientos. Somos una pr0longación de esa cepa, estamos compuestos de la misma materia, como chispas de un brasero, como gotas del océano, como el respiro en el aire. Jesús-vid impulsa incesantemente la savia hasta mi última rama, hasta la última hoja, que yo duerma o vele, y no depende de mí, depende de él. Y yo recibo de él vida dulcísima y fuerte. Dios que me corre por dentro, que me quiere más vivo y más fecundo. ¿Qué rama desearía desprenderse de la planta? ¿Por qué habría de desear la muerte?

Y mi Padre es el viñador: un Dios campesino, que se pone a trabajar en torno a mí, no empuña el cetro sino el azadón, no se sienta en el trono sino en el cercado de mi viña. A contemplarme. Con ojos hermosos de esperanza. Cada rama que lleva fruto, la poda para que dé más frutos. Podar la vid no significa amputar, sino quitar lo superfluo y dar fuerza, tiene la finalidad de eliminar lo viejo y hacer nacer lo nuevo.

Todo campesino lo sabe: la podadura es un don para la planta. Así mi Dios campesino me trabaja, con un solo objetivo: el florecer de todo aquello más hermoso y prometedor que late en mí. Entre la cepa y los sarmientos de la vid, la comunión está dada por la savia que sube y se difunde hasta la punta de la última hoja.

Hay un amor que sube en el mundo, que circula a lo largo de todas las cepas de todas las viñas, en la fila de todas las existencias, un amor que se trepa y empapa cada fibra. Y lo he percibido tantas veces en las estaciones de mi invierno, en mis días descontentos; lo he visto abrir existencias que parecían terminadas, hacer recomenzar a familias que parecían destruidas…

Y hasta ha hecho florecer mis espinas. “Estamos inmersos en un océano de amor y no nos damos cuenta”. En una fuente inagotable, de la que siempre puedes beber y que nunca se agotará.

¡Feliz Domingo!
¡Paz y Bien!



V Domingo De Pascua Ciclo B
Hch 9,26-31; Sal 21; 1 Jn 3,18-24; Jn 15,1-8

Comunicar vida
Pbro. Dante Gabriel Jiménez Muñoz Ledo

  La semana pasada descubríamos a Jesús que se define como “El Buen pastor”. Hoy, de igual manera, nos encontramos con un texto pre-Pascual en el que Jesús se define y nos define: “Yo soy la vid y ustedes los sarmientos”. Este episodio sucede en la última cena; cuando Jesús se está despidiendo de sus discípulos. Define al verdadero discípulo, como alguien que vive por él, adherido a él, destinado a dar fruto, a ser un comunicador de vida.

Parece que Jesús se inquieta, de si sus discípulos estarán en grado de expandir la vida que han recibido y qué recibirán de Él con su muerte y resurrección.
Nosotros hoy, podemos leer este texto a partir de nuestro encuentro con Jesús resucitado. Los que hemos gozado la Pascua del Señor, estamos llenos de la savia, de la vida del Resucitado que corre por nuestro ser, al igual que la savia de la vid corre por los sarmientos. Por eso nos descubrimos comunicadores de vida.

Esta es la idea que puede ayudarnos durante la semana. Avanzar en el ejercicio de la purificación de nuestra cristiandad. Podemos preguntarnos: ¿cuánta vida estoy comunicando a los demás? ¿Cuánta vida que viene de Cristo, estoy comunicando a los demás? Es un buen momento para recordar si las personas que vienen a mi encuentro en las diferentes facetas de mi vida cotidiana: desde mi profesión, mi trabajo, mis amistades, la familia, etc., se van con una comunicación vital o con una comunicación de muerte. ¿Cuánta vida estamos comunicando? Esta es una pregunta importante, porque nacimos como cristianos en esta dinámica de comunicar la vida y el amor del Resucitado.

Para ser comunicadores de vida, podemos intentar estas tres propuestas:

1- Atreverse a volver de la muerte
  Cómo San Pablo ––según escuchábamos en la primera lectura––, de ser un comunicador de muerte en la persecución a la Iglesia, se atreve a volver de esa muerte, vive su conversión con toda verdad, y se atreve ser un comunicador de vida. Semejante también al sarmiento de la vid, que hace un invierno de muerte, y cuando parece que nada podrá emerger de esa rama seca con apariencia de muerte… brota la vida.

San Pablo pasa de una vida de perseguidor solitario, a la vida comunitaria de la primitiva Iglesia de Jerusalén. Es protegido por los discípulos y despachado por cuenta de la Iglesia naciente a Tarso, porque su vida de convertido y comunicador de vida, corría peligro.

Muchos hoy puedan descubrir sus propias muertes: quienes se sienten indignos de la vida plena de Dios, quienes ya son avanzados de edad y no pocas veces están deprimidos, creyendo que es poco lo que pueden hacer… Cada uno puede descubrir hoy, en dónde están sus propias muertes o su invierno espiritual, y atreverse a volver de la muerte.

2- Amar de obra
Es decir, hay que hacer la caridad. Es casi seguro que todos hemos amado de obra. Pensemos las veces que hemos rescatado a alguien regalándole el don de nuestra persona, nuestra ayuda incluso material. ¿Puedes recordar la vez que has hecho un bien a otra persona? ¿Qué se experimenta cuando hemos servido para que alguien se rescate? ¿Recuerdas los signos de su gratitud? Cuando ha sucedido esto, lo primero que entendemos es que no ha sido mérito nuestro. Podemos contemplar a todo color el fruto del amor de Cristo que ha pasado a través de nosotros.
Hay que atreverse muchas veces a amar de obra, porque así estamos siendo comunicadores de la vida de Jesús. Nuestra conciencia estará atendida y creceremos en humildad.

3- Acostumbrarse a ser sarmiento
Porque si no lo hacemos, la soberbia nos llevará a ocupar el lugar de Dios, a creer que somos la vid. Y como hemos escuchado, Jesús es la vid y nosotros los sarmientos.
Ser sarmiento no es fácil pero es todo un proyecto espiritual. Implica constatar de cuando en cuando que la vida que estemos comunicando no sea la nuestra, sino la de Jesús. Constatar que permanecemos en Él y Él en nosotros; aquí se puede medir la pureza de nuestro ser de cristianos.
Ser sarmiento implica experimentar la vida de Jesús que pasa a través de nuestra vena espiritual y que es capaz de cambiar vidas y de producir mucho fruto.
Ser sarmiento implica “aceptar la poda” para dar más fruto. ¿Has sido podado últimamente? La poda espiritual nos duele, porque parece que algo de nosotros muere; pero es buena, porque lo que muere de nosotros, no lo necesitamos para salvarnos.


V Domingo de Pascua

Pbro. Carlos Sandoval Rangel 

“Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. Al sarmiento que no da fruto en mí, Él lo arranca, y al que da fruto lo poda para que dé más fruto”. “Permanezcan en mí y yo en ustedes. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanecen en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí” (Jn. 15, 1ss).

Pero ¿cuáles son esos frutos que nos pide Jesús? Se trata de los frutos que nos humanizan, los que nos permiten una convivencia más sana, que a la vez nos permiten crecer en santidad. El Papa Francisco nos pone algunos ejemplos muy simples: si una señora va al mercado y ahí se encuentra a su vecina “y comienzan a hablar, y vienen las críticas. Pero esta mujer dice en su interior: No, no hablaré mal de nadie”. Y si esa misma señora escucha con paciencia y afecto a su hijo que le cuenta acerca de sus fantasías. “Luego va por la calle, encuentra a un pobre y se detiene a conversar con él con cariño. Esos son los frutos que nos pide Jesús (Gaudate et exsultate, 16). A veces la oportunidad de dar fruto aparece en las cosas más cotidianas de la vida, otras veces las circunstancias nos pone exigencias más altas. Lo importante es, que mientras el mundo merece personas más amables, serviciales, emprendedoras, nobles y abiertas a los demás, nosotros, como dice el Papa, no nos instalemos en nuestro modo cómodo de vida.

No podemos dar frutos solo desde una interpretación pragmática y materialista, tan común del tiempo actual, donde se valora a las personas en la medida que produzcan bienes y servicios en bien del fortalecimiento socio-económico de una sociedad. Esta mentalidad el Papa Francisco la denomina la cultura del bienestar, que nos anestesia, lo cual nos lleva a excluir a los que no producen, viéndolos como un estorbo (E. G. 54). Por eso al progreso material hay que infundirle mucha esencia humana y cristiana.

Bajo la mentalidad meramente materialista, siempre habrá personas que estorban, que se ven mal, que se convierten en una seria carga, como pueden ser los enfermos, los ancianos, los discapacitados, entre otros. Cuesta trabajo sentirles parte de nuestra vida. Incluso a muchos que no producen pero sí consumen, sutilmente se les va quitando la categoría de personas. Cuando idolatramos lo material, perdemos la primacía del ser humano (E. G. 55), lo cual es el origen de tantos males en el mundo.

Los frutos que Jesús nos pide son algo mucho más sencillo y profundo. Él quiere que trabajemos por la consolidación de comunidades verdaderamente humanas, cimentadas en los valores del evangelio, como ocurría con los primeros cristianos: “En aquellos días, las comunidades cristianas gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaria, con lo cual se iban consolidando” (He. 9, 26-31). Los buenos frutos del Evangelio favorecen la paz, fortalecen la fe, crean compromiso con la comunidad y, en consecuencia, tenemos sociedades sanas y fuertes. Una sociedad llena de exigencias externas, cada día nos dará más y más sorpresas lamentables como las que estamos viviendo en México y en muchas partes del mundo.

Daremos frutos en la medida que permanezcamos unidos a las propuestas de Jesús: “Permanezcan en mí y yo en ustedes”. Mientras sigamos absolutizando lo que son sólo herramientas, como sucede a menudo, por ejemplo, con las tecnologías, sobre todo las de la comunicación, al grado de darle más tiempo a ellas que a las personas que tenemos a nuestro lado; mientras sigamos idolatrando el dinero, el poder terrenal y otros factores, olvidando que son medios y no fines, la humanidad seguirá sufriendo los estragos de la maldad. Pero por desgracia, como decía Pablo VI, el hombre moderno está educado, por encima de todo, a la vida exterior; ahí radica el drama humano del tiempo actual, y no solo por el deterioro espiritual, sino también material y civil. El humanismo suscitado desde las propuestas del evangelio es garantía de vida verdadera. La propuesta de Jesús no nos excluye de lo externo, sólo nos permite darle orden. En cambio, la exigencia exterior tan común en el hombre de hoy sí limita muchas veces para apreciar la bondad, la belleza y la verdad, valores máximos de la vida.

Mientras las inercias del mundo nos llevan a impresionarnos con lo exterior, Dios nos lleva a descubrir lo que más nos ennoblece y dignifica, de donde surgen los frutos más sagrados que nos pide Jesús en el evangelio.



Pbro. Carlos Sandoval Rangel

III domingo de cuaresma

Los mandamientos son un cúmulo de sabiduría que Dios entregó al pueblo de Israel, pero en realidad son de utilidad para toda persona, creyente o no creyente (cfr. Ex. 20, 1-17). Dichos mandatos bien pueden asumirse como referencia para una ética universal, pues atienden perfectamente todas las dimensiones de la persona humana.  Se sustentan en una visión muy clara del significado y grandeza de la vida humana, por lo que hasta la fecha no pierden su valor.

Como sabemos, los tres primeros mandamientos ubican al ser humano en su relación con Dios. Esto, con la intención de que el ser humano nunca pierda el fundamento ni el sentido sagrado de su vida. De ahí el celo que Jesús muestra al entrar al templo y ver que lo han convertido en un mercado (Jn. 2, 13-25). Los otros siete marcan los criterios de convivencia entre los seres humanos y su sana relación con las cosas materiales.

Los mandamientos están tan bien pensados e integran sabiamente la dinámica de la vida humana que, faltar a ellos no es atentar contra Dios, su autor, sino atentar contra la misma persona; mientras que por el contrario, la vivencia de estos significa simplemente facilitar la vida y encontrar el camino de felicidad más seguro.

A Dios le había sido muy difícil sacar a su pueblo de la esclavitud de Egipto, primero por la dureza del faraón que no le convenía que el pueblo se fuera, pero sobre todo por los israelitas mismos, que se habían acostumbrado a vivir como esclavos. Los obstáculos que el faraón ponía eran físicos, las resistencias que el pueblo de Israel vivía estaban arraigadas en lo profundo del corazón. De hecho, esta es la parte más difícil de la vida humana, acostumbrarse a vivir libres; a veces la mínima tentación envuelve y ciega el corazón. Pero los mandamientos se encaminan a eso, a ayudarnos a sacudir todo tipo de miedo, apego y de confusión.

Sin embargo, algo debe quedar claro, los mandamientos no lo son todo, pues estos son parte de un proceso, son un medio, no son el fin. El fin es cada persona, que construye su felicidad y que camina hacia Dios. El objetivo que Dios pretende en los mandamientos es que los humanos aprendamos a vivir bien.

Ahora, si los mandamientos, como dice el salmo 18, confortan, dan sabiduría y alegría al corazón; si son luz que alumbra el camino; si son verdaderos y enteramente justos, todo eso Jesús lo resume en “el Amor”. De ahí que los mandamientos tengan cumplimiento pleno en Cristo, que nos trazó el mejor de los caminos, el del amor a Dios y el amor al prójimo. La nueva fe, la que hace enteramente libre al hombre, se fundamenta precisamente, como dice el Papa Benedicto XVI, en que “hemos creído en el amor de Dios” (Dios es amor, n. 1). En ese sentido, el amor no es sólo un mandamiento divino, sino también la respuesta humana al don del amor.

En realidad, podemos decir que los mandamientos eran un preámbulo a ese amor divino y humano mostrado en Jesucristo. Y como dice Benedicto XVI: “Es ahí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad” (Dios es amor, n. 12). Sólo desde el misterio de la cruz el hombre podrá comprender plenamente el amor de Dios. Solo desde la mirada amorosa de Cristo en la cruz, “el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amor” (ibídem, n. 13). Ese es el misterio que celebraremos en Semana Santa y al cual nos estamos preparando en la cuaresma.

No dudemos en vivir los mandamientos que nos encaminan hacia el misterio más sagrado, el amor misericordioso de Dios.



Pbro. Dante Gabriel Jiménez Muñoz Ledo

En nuestro camino de desierto Cuaresmal, igual que Pedro, Santiago y Juan, nos sentimos “tomados aparte” por Jesús. Después de encontrar nuestra “fuerza interior”, parece necesario superar nuestra resistencia a aceptar la muerte.

Esta invitación a subir al monte donde Dios aparece y contemplar Su gloria, puede sostenernos en nuestra adhesión a Jesús y a Su proyecto.

Lo que ven los discípulos es un pedacito de cielo, el estado final del hombre que con su entrega ha superado la muerte. Así están Elías y Moisés.

Pedro está “a gusto” porque en aquella manifestación de Jesús, Dios glorioso, tiene todo. Pero no se da cuenta de la distancia que lo separa del misterio; para quedarse en la gloria de Dios, es preciso pasar por la muerte y la resurrección.

Para alcanzar la condición divina, ya sea en el asomo temporal, al modo de Pedro, Santiago y Juan; o de manera definitiva como Elías y Moisés, nos ayuda trabajar espiritualmente en estos tres pasos:

1- Escuchar la voz de Dios que configura

 Es la voz que me pide “lo que tanto amo”, al igual que a Abraham, a quien Dios pide le sacrifique a su hijo único a quien tanto ama. Es una voz de obediencia y de donación que me pide confiar en Dios, en su proyecto.

La enseñanza de un obispo misionero nos sirve ahora para entender cómo se escucha la voz de Dios: “Aquello que tanto amas y no es Dios, pronto te hará sufrir”. Parece incoherente o inhumano; pues así es para Abraham. Sin embargo, es la manera en que la voz de Dios nos da figura, nos da talla espiritual para alcanzar su condición.

Nos dejamos configurar, cuando somos capaces de ofrendar lo que tanto amamos o a quien tanto amamos, por el amor absoluto que es Dios. En este momento de tu vida, ¿qué amas tanto y no es Dios? Es más fácil ofrecer algo, como un vicio o un apego, pero, ¿a quién amas tanto y no es Dios? Cuesta más. Sin embargo, si no me configuro, no me transfiguro con Cristo.
Además, esa voz que configura, me deja conocer la Identidad de Jesús y mi propia y nueva identidad en el seguimiento de Él.

2- Confiar en la elección

 Hacer la vida de manera diferente cuando uno se sabe elegido, puede generar la contra, incluso la persecución. Pero Dios no escatima para quienes aceptan a Su Hijo.
 Dejarse tomar para subir la montaña, supone una elección que, al igual que la de Abraham, parece llevarnos a la prueba. El apóstol nos recuerda que: “Si Dios está a nuestro favor, ¿quién estará en contra nuestra?”. O sea: si Dios, que es el ofendido, no nos acusa y ya nos perdonó, ¿qué más habrá que temer? Incluso si pasamos por una prueba,  hay que confortarse sabiendo que Dios no escatima con los que confiamos en su elección. Él sabe cómo saldremos adelante, para incluirnos en su misterio de salvación; y tanto no escatima, que el sacrificio que le pidió a Abraham y que luego suspendió, Dios mismo sí lo consumó, permitiendo el sacrificio de su propio Hijo. ¿Cuáles son nuestras pruebas? ¿Cómo entiendo mi elección? No siempre han de ser tan extremas como lo es el caso de Abraham; por eso, con mayor razón, hay que dejarse configurar.

3- Pagar el precio de la transfiguración

 No se llega a la condición divina, a nuestro estado final, si no es entregando la vida. Elías y Moisés no aparecen transfigurados con Jesús por haber pasado la vida como de vacaciones, sino por haber luchado por entender el proyecto de Dios sobre sus propios planes.
El precio de la Transfiguración se paga con la vida, una vida de entrega que le da sentido a nuestra existencia, y una vida de continua configuración con Jesús. El Evangelio siempre es alegría, incluso aquí, en nuestra configuración y transfiguración, por eso “alcanzar la condición divina”, desde nuestra entrega, por dolorosa que pudiera ser, es un camino de felicidad, o no es auténtica. Se entrega la vida porque comprobamos con toda certeza que es el valor superior que queremos alcanzar.



Pbro. Carlos Sandoval Rangel

II domingo de cuaresma

También nosotros podemos subir al monte con Jesús, Pedro, Santiago y Juan. Si en el común de las religiones el monte es considerado como el punto en que el cielo toca a la tierra, la tradición bíblica conservó también esta visión. De ahí que en lo alto del monte Sinaí Dios se le reveló a Moisés y le entregó las tablas de la ley (Ex. 24, 12-18). Los profetas, en general, siempre tuvieron la cima de la montaña como lugar predilecto para orar: Moisés (Ex. 17, 9ss), Elías y Eliseo (1 Re 18, 42).

También Cristo vio la montaña como un lugar especial, ahí sube a orar (Mt. 14, 23; Lc. 6, 12). En el monte había vencido a Satanás (Mt. 4, 8). Sobre la montaña enseña las bienaventuranzas y hace la multiplicación de los panes. En una montaña citó a los apóstoles para enviarlos por todo el mundo a bautizar y a predicar el evangelio y después de allí ascendió victorioso a la gloria del cielo (Mt. 28,16).

Pues bajo este significado tan rico del monte, Jesús toma consigo a Pedro, Santiago y Juan. Ahí se transfiguró en su presencia (Mc. 9, 2-10). ¿Qué quiere provocar Jesús en sus apóstoles? No es una cuestión solo exterior, en el sentido de ubicarlos en el lugar donde han estado los grandes de la historia de la salvación. El efecto quiere ser ante todo interior. Es ayudarles a ver más allá de la vida cotidiana, más allá de las realidades transitorias. Es abrirse a la inmensidad de la grandeza de Dios. Es enseñarles a ver desde la mirada de Dios que se manifiesta en los grandes prodigios, tales como: la creación, la presencia de los profetas y su sabiduría expresada en los mandamientos.

Pero el monte expresa no sólo lo que Dios da, sino que expresa a la vez la oportunidad que nosotros tenemos de ofrecer la prueba más profunda de nuestro amor a Dios, por encima de todo. Así sucedió a Abraham, a quien Dios le dijo: “Toma a tu hijo único, Isaac, a quien tanto amas; vete a la región de Moria y ofrécemelo en sacrificio”. Abraham obedece a Dios, pero cuando está a punto de sacrificar a su hijo, viene la voz del ángel: “No descargues la mano sobre tu hijo, ni le hagas daño. Ya veo que temes a Dios…” (Gn. 22, 1-2. 9-18).

Pero la prueba de Abraham era solo un signo de la prueba de amor que Cristo tributaría después al Padre de parte de todos nosotros. Jesús, fiel y obediente al Padre, subió al Gólgota, donde morirá en lo alto de la Cruz. Desde ahí, mostró la confianza y obediencia más altas al Padre, pero también nos mostró que no hay ningún motivo válido para no poner nuestra entera confianza en Dios.

Nunca será fácil mostrar que efectivamente amamos a Dios sobre todas las cosas. No fue fácil para Abraham, no fue fácil para Jesús y ni era fácil para los apóstoles. Por eso los hizo subir a lo alto de la montaña para mostrarles una probadita de la gloria de Dios y así afianzarlos en la confianza infinita del camino del amor, que incluía la prueba de la Cruz.

Jesús subió con sus apóstoles a lo alto del monte, porque el monte permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza. Da altura interior y hace intuir al Creador. Pero también les recuerda que el creador se va personalizando. Por eso su cercanía al pueblo, primero, a través de los profetas y de la ley y, ahora, a través de su propio Hijo. “Moisés y Elías recibieron en el monte la revelación de Dios; ahora están en el coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona” (J. Ratzinger, Jesús de Nazaret).

Cuando la vida se vuelve incomprensible, necesitamos pedirle a Dios con gran humildad: ayúdanos a subir a lo alto del monte, es decir, ayúdanos entender las pruebas de tu amor, ayúdanos a entender las pruebas de tu gloria que nos das cada día y, si es posible, permítenos mostrarte que también nosotros te amamos a ti.


Pbro. Dante Gabriel Jiménez Muñoz Ledo

 Jesús aparece con fama en esta escena del Evangelio de Marcos. Es alguien que enseña de una manera distinta y que realiza acciones salvadoras. Muchos lo buscan, para erigirlo líder político y religioso de su población. Jesús rechaza esta visión reductiva. El Reino que Él ha venido a implantar es universal, no local.

Cuando el Evangelio menciona que al atardecer le llevaron a todos los enfermos y poseídos por el demonio y que todo el pueblo se apiñó: “junto a la puerta” de la ciudad, se entiende que lo quieren introducir para proponerlo como líder. Jesús realiza su misión, los cura y los libera, pero ellos no entienden el “todo” del horizonte abierto de Jesús. Ellos piensan en su pueblo, y en encerrar en esa jurisdicción a Jesús. Él piensa en cumplir una misión más trascendente y liberadora.

Al amanecer, fuera de la población a donde Jesús fue para salir de los condicionamientos de la casa y de la ciudad, para refrendar en su soledad apacible y orante su misión, fueron a buscarlo: “Todos te andan buscando”. Pero Jesús rehúsa tomar este puesto y los invita a anunciar el Evangelio a los otros pueblos. Dios no ha venido a salvar solo al pueblo de Israel.

Detrás de los enfermos y de los poseídos se encuentran los obstáculos para el anuncio del Reino. Especialmente los endemoniados, que son imagen de aquellos que se encuentran con el horizonte reducido de una ideología política o religiosa. A Jesús no le sirven discípulos así, cerrados de horizontes, enfrascados en una ideología que impide brillar la verdad de Dios. En este sentido parece que muchos pueblos deben ser exorcizados; o sea, liberados de tantas ideologías que empobrecen el horizonte del hombre.

En este Domingo podemos tomar esta idea: “abrir horizontes”, que es tan importante porque el mundo lo necesita. Todo podría asegurarnos que vivimos en un mundo abierto de horizontes, y en realidad no es así, sino todo lo contrario. Si lo pensamos bien, nuestro mundo está demasiado ideologizado, encerrado en esquemas de control que impiden a la persona ver más allá. Mismo en el horizonte de la fe, el mundo solo ve lo temporal, nosotros queremos ver lo eterno. En el horizonte del amor, el mundo ve solo una parte del amor, nosotros queremos hacer vida el amor de caridad; y así podríamos descubrir un mundo lleno de nuevos mitos urbanos incapaces de abrirse a un horizonte mayor.

Nosotros mismos, en este momento de nuestra vida, ¿hasta dónde vemos? ¿Hasta dónde llegan nuestros horizontes? Cuando teníamos 6 años de edad, no alcanzábamos a ver lo que había en la mesa, fuimos creciendo hasta que vimos lo que había sobre ella y más. ¿Nuestros horizontes son muy cerrados?

Hoy nos queremos abrir, sí. Pero no sin rumbo, sino para seguir a Jesús; y seguir significa también servir. La suegra de Simón es curada, y se pone a servir; es decir, a estar atenta a lo que sigue en Jesús, a seguirlo, para adherirse a su proyecto.

Pensemos tres ideas:

1- Abrirse desde la tensión
 Es bello descubrir a Job en tensión, como alguien que no está satisfecho con lo que vive. Sabe que hace falta algo más y la vida se le hace corta. Así podemos empezar a abrir nuestros horizontes en Dios; descubriendo que nuestros días corren aprisa. Apenas si tenemos tiempo de contemplar el acontecimiento por el que Dios salva.
 Job nos presenta una imagen bella, que puede ser la nuestra: no se duerme a gusto, ansiamos que amanezca, como el esclavo que ansía la sombra o el jornalero su salario; como quien no se ha completado y se abre a un horizonte mayor, porque el horizonte que le ofrece el mundo no logra saciar sus ansias de eternidad.
La tensión de nuestras vidas es buena, no le hace que trabajemos en estirar nuestro espíritu, no le hace que nuestro cuerpo lo resienta, que no se dé al descanso total; desde esa tensión se empieza a abrir nuestro horizonte.

2- Abrirse desde el Evangelio
 Como Pablo, que entiende “los bienes del Evangelio” como su paga. Es mejor esta paga, que cualquier otra. Si dejamos que el Evangelio decodifique nuestra vida, si le permitirnos que nos lleve a realizar acciones liberadoras por nosotros y por los demás, entonces empezaremos a disfrutar la paga por hacerlo vida.

 Los bienes del Evangelio consisten en esto, en gozar de los hallazgos que alcanzo en Dios, aquella sabiduría que se convierte en obras liberadoras y que me lleva a descubrir un horizonte mayor al que yo tenía. El Evangelio en este sentido me exorciza, me libera de mis miras estrechas, y me permite completar la misión particular que se me ha confiado.


3- Abrirse desde la acción
Cuando uno permite las ideologías, aparece la violencia. Quien está sometido a una idea que quiere imponer a los demás, es como un endemoniado. Los endemoniados del tiempo de Jesús, los poseídos, eran sobre todo gente violenta, personas que con su violencia inhiben el mensaje y la liberación de Jesús.
 Hay que sacudirse lo violento, lo obsesivo, para dar libertad a los demás. Es solo si logramos este cambio que notaremos la diferencia entre estar cerrado o abierto en el horizonte de Jesús.
 Es probable que tengamos que salir de madrugada, salir de la casa y la ciudad para entrar en nuestra soledad apacible, orante; esa soledad que nos permite repensar cuál es nuestra misión más profunda en el mundo; cuál es el servicio liberador para el que fuimos llamados.
 Y, finalmente, hay que rechazar la popularidad o el prestigio, como Jesús lo hizo, porque en el momento que aceptamos vivir de esto, perdemos el rumbo de nuestra misión y nos hacemos pequeñitos. En las categorías del Reino, nunca se ha llegado a la cumbre, y si se llega… es en Jesús.
 ¿Cuántas personas cercanas a mí necesitan ser curadas o exorcizadas?



Por Hermanas Misioneras Servidoras de la Palabra

Vivimos tiempos de mucha confusión e inversión de valores tremenda, a las personas que defienden la vida y la institución matrimonial les llaman: retrogradas, dogmáticos en sentido despectivo y poco incluyentes.

Hoy se cree importante defender a los “animales” aunque en sentido estricto les estemos destruyendo su medio ambiente; se hace  importante difundir información sobre la salud  y el cuidado nutricional y se permite que en el mercado se vendan productos altos en conservadores, azúcares y químicos  energéticos.

Otro aspecto que revela nuestra superficialidad, en muchos casos, es el uso de las redes sociales como facebook, instagram, twitter... en donde se puede exhibir actividades cotidianas que, en muchos casos, está muy alejada de la realidad o bien ilustran situaciones meramente superficiales como: la chica bonita que no da una en la escuela; el joven guapo que es perezoso; la familia feliz que en realidad están al borde de la separación…

Este estilo de vida deja como resultado relaciones efímeras, que tienen como inicio el retrato falaz de quienes no tienen el valor de mostrarse tal cual son.

Lo que implica un verdadero problema en el momento de querer establecer sólidas relaciones. Además los medios publicitarios engrandecen la calidad de determinados productos o servicios que al adquirirse no dan los resultados que se esperan. Y podríamos seguir poniendo ejemplos.

La superficialidad nos hace caer en el engaño a la hora de comprar un producto o establecer relaciones con personas; en el primer caso se pierde dinero, pero en el segundo caso se pierde más pues muchas personas no muestras lo que realmente son por estos medios y ahí tenemos desde los noviazgos virtuales que al conocerse personalmente decepcionan; hasta el engaño para actividades de trata de personas e incluso asesinatos y otro tipo de situaciones extremas.

En la Biblia Jesús dice a quienes se quedan sólo con los actos externos: “Bien habló el profeta Isaías acerca de lo hipócritas que son ustedes, cuando escribió: ‘Este pueblo me honra con la boca, pero su corazón está lejos de mí.

De nada sirve que me rinda culto: sus enseñanzas son tradiciones de hombres” (Mc 7, 1-7). 
El que vive de apariencias, de entrada es hipócrita miente con palabras  y acciones; podrá engañar a otro en algún momento, y en el peor de los casos, terminará cayendo en los engaños de otros.
Tal como ha pasado en numerosos casos.

Muchos de nuestros fracasos tienen su raíz en la superficialidad que magnifica el valor de lo pasajero y esconde la grandeza de lo trascendente.

Vivir  en al verdad, requiere el valor  de decir:
no puedo, no está  en mis posibilidad, debo trabajar más para obtener algo más valioso.
Dado que las cosas VALIOSAS REQUIEREN  MAYOR  ESFUERZO Y TIEMPO.


Pbro. Carlos Sandoval Rangel

V Domingo Tiempo Ordinario

Que en nuestra dinámica de la vida jamás falte la oración. San Marcos nos presenta un esquema de las típicas jornadas de trabajo de Jesús. Busca sus apóstoles, va a la casa de otros, cura a la suegra de Pedro, recibe y cura muchos enfermos, expulsa demonios, se aparta para orar y continúa con la predicación a otros pueblos (Mc. 1, 29-39). ¿Qué tiene de especial esta y otras jornadas de Jesús? Nunca pierde de vista sus objetivos. Para ello hay un secreto: la oración.

Todo proyecto enfrenta muchos riesgos que pueden ser de orden financiero, claridad de ideas, circunstancias sociales y de otra índole. Pero lo más peligroso de todo proyecto es cuando nosotros mismos nos desubicamos, cuando dejamos de poner los pies en la tierra. Pensemos por ejemplo en Jesús, cuántas veces quisieron proclamarlo Rey. Podría haber aceptado, lo hubiera logrado y, sin duda, lo hubiera hecho bien. En la misma Cruz, le pedían, bájate y creeremos en ti; lo podría haber hecho y efectivamente aquellos hubieran creído en Él. Más, la pregunta es: ¿Y con ello hubiera logrado lo fundamental que era mostrarnos la grandeza del reino de Dios, el camino del amor y merecer para todos la salvación? Claro que no. En cambio, cuántos líderes sociales, en el fondo, pueden tener un deseo sincero de sacar adelante tareas nobles en bien de su pueblo, pero luego pierden el piso, se confunden y terminan haciendo cosas equivocadas. Así sucede cuando falta la riqueza interior.

Un periodista, una vez, se preguntaba: ¿cómo le hace Juan Pablo II, para mover masas y seguir siendo humilde y no sentirse un dios? Y lo mismo podríamos decir del Papa Francisco. La respuesta es: ellos hacen oración. Pero eso, que valía para Jesús y que sacó adelante a Juan Pablo II y hoy a Francisco, vale también para todo ser humano. No podemos sacar de nuestras jornadas de vida los momentos sagrados de la oración. Dice el libro de Job: “Recuerda, Señor, que mi vida es un soplo” (Job, 7, 7); efectivamente, así nos volvemos cuando sacamos a Dios de nuestras vidas. Pero Él estará siempre presente cuando nos damos un espacio propio para nutrirnos de Él.

Aconsejaba San Alfonso María de Ligorio: “Trata con Dios tus asuntos, tus proyectos, tus trabajos, tus temores y todo lo que te interese”; no con el afán de que Él se adapte a lo que tú pretendes, sino con la finalidad de que Él te ilumine para hacer lo justo.  Decía: “hazlo sobre todo con confianza y con el corazón abierto”.

No encontraremos a nadie que nos escuche y atienda con tanto interés como Dios. Nadie tomará tan en serio nuestras palabras como Él. Ni tampoco encontraremos a alguien con palabras tan nutrientes como las de Dios. En ninguna parte, encontraremos tanta fortaleza y claridad de vida como sucede en un profundo y humilde acto de oración, porque la oración infunde una chispa especial al corazón.

   El amor de Jesús por los enfermos y su deseo de predicar la buena nueva a las multitudes nunca fue a menos, gracias a que siempre guardaba ese momento sagrado de encuentro con su Padre en la oración.

El mundo necesita de personas activas, dispuestas a trasformar y a servir, pero también necesita personas de alta interioridad. El que aprende a orar, no solo se fortalece y descansa, sino que aprende a vivir, pues es en el silencio del corazón donde a Dios más se le facilita aconsejarnos.

La oración transforma los corazones, los prepara para la lucha de la vida y les facilita el encuentro amable con los demás. El mundo se transformaría con oración.


Pbro. Carlos Sandoval Rangel

IV domingo del tiempo ordinario

Nunca nos atrevamos a desechar el tesoro sagrado de la Palabra de Dios. Es una Palabra bella, fuerte y trasformadora. Se trata de la Palabra creadora, como lo patentiza el libro del Génesis y nos lo recuerda el prólogo del evangelio de San Juan. Es palabra que libera, por eso Moisés le habló al pueblo en nombre de Dios, anunciándoles su liberación de la esclavitud de Egipto. Es Palabra que da firmeza y esperanza, como sucedió con los profetas. Y así podemos señalar muchos otros aspectos. Por eso la sorpresa y molestia de Dios cuando el pueblo en Horeb dice: “No queremos volver a oír la voz del Señor, nuestro Dios” (Dt. 18, 16).

Pero más allá de la negatividad y la resistencia, Dios no deja de hacernos llegar su Palabra. De ahí que anuncia que hará surgir un profeta: “Pondré mis palabras en su boca y él dirá lo que le mande yo. A quien no escuche las palabras que él pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas” (Dt. 18, 19). Simplemente no podemos vivir sin la Palabra de Dios. Por eso, la exhortación del salmista: “Hagámosle caso al Señor que nos dice: No endurezcan su corazón, como el día de la rebelión en el desierto, cuando sus padres dudaron de mí, aunque habían visto mis obras” (Ps. 94).

Esa Palabra divina se hace presente, de modo pleno, para nosotros, en Jesús. Si en el pasado Dios nos habló de muchos modos, especialmente a través de los profetas, ahora nos ha hablado a través de su Hijo (Heb.). Jesús es la Palabra de Dios. Por eso, marca diferencia con respecto a cualquier otro.  Como dice San Marcos: llegó a Cafarnaúm y el sábado fue a la sinagoga, se puso a enseñar y “los oyentes quedaron asombrados de sus palabas, pues enseñaba como quien tiene autoridad y no como los maestros de la ley” (Mc. 1, 22). Él es la Palabra creadora que salva, que da esperanza, que hace nuevas las cosas, por eso su autoridad. Con la autoridad de su Palabra expulsa a los demonios, por lo que la gente comenta: “Este hombre tiene autoridad para mandar hasta a los espíritus inmundos y lo obedecen” (Mc. 1, 27).

Quien no quiera crecer y prefiera mantenerse en el conformismo, en la mediocridad, en la indiferencia o en sus propios caminos no le abra el corazón a esta palabra; porque aquel que le abre el corazón empieza a ser sacudido, empieza a ser cuestionado de su confort. De hecho, el demonio que poseía a aquel hombre de la sinagoga cuestiona a Jesús: “¿Qué quieres tú con nosotros, Jesús de Nazaret?” Es decir, no te metas con nosotros, déjanos adormecer el corazón de este hombre. 

La vida del verdadero creyente no puede darse de modo pasivo, debe irse haciendo día a día entorno a la Palabra. Dice el Papa Francisco: Dios no nos pide “que seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no bajemos los brazos” (E. G. 151). Necesitamos acercarnos a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo los pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una realidad nueva (Cfr. E. G. 149).

Detenernos en la Palabra, para meditar y orar, nos permite comprender y profundizar lo esencial, en vez de quedarnos simplemente en los aspectos circunstanciales o en las periferias de la fe. El Papa Francisco pone como ejemplo de esto al sacerdote que habla mucho sobre la templanza, pero poco sobre la caridad y la justicia; que habla más sobre la ley o el cumplimiento de las normas, pero no es capaz de enamorar a su pueblo en el amor de Dios. Dice el Papa: “se produce una desproporción” (E. G. 38). No podemos, por ejemplo, desgastar todo el tiempo y el potencial de la fe paseando imágenes de santos casi sin dedicarnos a enseñar al pueblo cómo los santos hicieron del Evangelio su camino.

Que por la lectura, el estudio y la meditación brille la palabra de Dios (cfr. D. V. 26). Que empiece a dar luz en cada corazón.



Pbro. Dante Gabriel Jiménez Muñoz-Ledo

El Evangelista Marcos nos presenta a un Jesús que le gusta enseñar: es parte importante de su ministerio. Lo presenta enseñando en el lago de Galilea, en la montaña, en las plazas y en las sinagogas, como en el texto de hoy.

Podemos imaginar a la gente en aquella sinagoga, acostumbrada a escuchar la repetición de una doctrina que ya les decía muy poco, especialmente porque sus maestros, los escribas, no tenían autoridad para enseñar, dado que decían una cosa y hacían otra.
Jesús es capaz de impresionar a los presentes y de sacudirlos en su conciencia adormilada. Es capaz de provocarlos en la confrontación de sus ideologías.

Jesús enseña como quien tiene autoridad, no solo porque es coherente con su vida: o sea, no solo porque tiene autoridad moral, que en esto rebasa con mucho a los maestros de su tiempo, sino porque es capaz de expulsar a los espíritus inmundos, como es el caso del hombre a quien liberó en esta escena del Evangelio.

Enseñar con autoridad, entonces tiene esta característica: el efecto de la liberación.
Nosotros queremos enseñar con autoridad, igual que Jesús hace dos mil años. Esto es posible porque el mismo Espíritu que impulsó a Jesús a enseñar así, lo hemos recibido desde el bautismo. Ejercer el poder del Espíritu que hemos recibido no es una alegoría, es una realidad constatable.

¡Qué importante pensar en vivir como nuevos pedagogos o educadores; enseñar con autoridad, cuando el mundo adolece de las dos cosas: de educadores y de autoridad! Actualmente es más fácil para las instituciones y para los medios de comunicación social y cibernética, entretener que educar. Muchos padres de familia hacen esto sin pensarlo siquiera. Y en cuanto a las autoridades educativas, las podemos descubrir rebasadas.

¿Cómo enseñas tú? ¿Con qué autoridad? Recordemos las enseñanzas que hemos tratado de transmitir a los demás y preguntémonos si fuimos auténticos y si nuestras enseñanzas actuaron como una liberación.

Parece que es necesario exorcizar el mundo, expulsarle los espíritus inmundos que marginan al ser humano con tantas ideologías contrarias al Espíritu y la Verdad de Dios.
Pero, ¿cómo hacernos enseñantes con autoridad? ¿Cómo ser buenos educadores? El Espíritu de Dios nos deja conocer lo propio, pero siguiendo su Palabra en este domingo, podemos avanzar con estas tres ideas:

1- Vivir sintonizando la voz profética

 Hay que escuchar lo que dice el Espíritu, no solo las voces que se escuchan en los medios o en la calle. A veces estamos tan enajenados con las voces del ser humano, que la voz de Dios parece ausente.
En la primera lectura escuchamos a un pueblo que desea una voz profética, una voz que le garantice que las decisiones que estamos tomando van de la mano de la voluntad de Dios. Podemos preguntarnos: “¿Dónde se encuentra la voz profética?”. Y entender que se encuentra en muchos lugares, pero los lugares privilegiados de la voz profética que necesitamos oír, se encuentran adheridos al amor: primero en la Palabra de Dios, que se proclama domingo a domingo, Dios habla con toda claridad y penetra en nuestro corazón llevándonos a entender una sabiduría que supera a la de los hombres.
En un segundo lugar, en las instituciones que Dios ha fundado: la Iglesia y la Familia. En la autoridad compartida de los padres de familia, por ejemplo. Hemos de creer esto, que detrás de la voz un paterfamilias o materfamilias, Dios habla, porque Él les ha dado la responsabilidad sobre la prole. ¡Qué tesoro cuando un hijo entiende esto y sintoniza con una comunicación que trasciende la voz de sus padres! Y, por último, la voz de la pareja o del amigo, que como son personas que se mueven en la línea de la comunicación de la vida y del amor, son capaces de sintonizar con la voz de lo que nuestro espíritu está pidiendo para nuestras vidas.
Sería bueno experimentar cada vez más que las decisiones que tomo en el diario vivir, vienen no de una enajenación o de una ideología; no de mis propias producciones aisladas, sino de mis convicciones que ya han pasado por la sintonía de la voz de Dios.

2- Servir con libertad

 Aunque San Pablo está entendiendo una vocación específica, de especial consagración, su propuesta es universal; solo quien es capaz de sacudirse el peso de las actividades diarias para dar lugar a la experiencia de Dios, puede servir con libertad a la familia, y a Dios.
Para enseñar con autoridad, como Jesús lo hacía, es preciso servir con libertad, cimentados en la experiencia fundacional de Dios, esta experiencia es incontestable y, por lo mismo, se reviste de autoridad.

3- Actuar con la fuerza del Espíritu

 La autoridad de Jesús para enseñar, no le viene de sus conocimientos. Él no es un repetidor de doctrinas como lo eran los escribas de su tiempo. Jesús es una persona que vive la dimensión espiritual de Dios en sí mismo. De su interior brotan convicciones que son capaces de contagiar a cualquiera. Con su manera de proponer las verdades, es capaz de modificar la mentalidad de los presentes, sobre todo de los que están sometidos por una ideología, o de los que se conducen con un espíritu inmundo, es decir: con un espíritu contrario al de Dios.
Aquí está lo fascinante: que la autoridad de Jesús viene cuando se confronta la ideología de las personas con La Verdad del Espíritu de Dios.
Nosotros, igual que Jesús, podemos actuar con la fuerza del Espíritu. No se trata solo de actuar con autoridad moral, que esto ya es buenísimo, sino actuar con coherencia y sostener nuestra propuesta de servicio y bondad a los demás. Es preciso lograr que el resultado de la enseñanza sea eficaz, operativo, que libere personas como el caso del poseído.
Creo que muchos podemos constatar los momentos en que hemos actuado así, desde dentro, desde una fuerza que no es solo nuestra, no es una fuerza violenta sino un poder que convence. Aquí se entiende lo incontestable de nuestra enseñanza, de nuestra autoridad, cuando con la fuerza del Espíritu somos capaces, incluso, de comprometer la vida misma.


Por Hermanas Servidoras de la Palabra

En  este  tiempo muchos  nos quejamos de la falta  de valores en la  sociedad, del desenfreno  que viven los jóvenes, las fracturas matrimoniales, la deficiencia  en la  educación… y, ciertamente,  nuestro panorama  es  muy alarmante desde que vemos  el  aumento de  corrupción en todos  los  niveles.

Pero, no basta  con quejarnos, debemos  hacer  algo pronto: dar buen ejemplo.
El  buen ejemplo es la forma  más  eficaz  de educar  a las  nuevas  generaciones.

Es  necesario hacer conciencia de que la conducta se aprende, en mayor medida, por imitación, no al establecer  reglas; si bien las  reglas  delimitan la bondad o  maldad de las acciones, sólo el  buen ejemplo es capaz de infundir la medida de moralidad de una persona.

De manera que  si alguien ve que  su padre miente y su madre oculta  situaciones  trascendentes para  su vida familiar, esta personita crecerá con la conciencia turbia al punto de ver bien la mentira.
Si  alguien crece  en una  familia de ladrones, puede  ser que su oficio de  adulto sea  el de  ladrón; sin conciencia  que  le reclame.

El valor del buen ejemplo no tiene medida; una persona que da buen ejemplo tiene calidad moral, presencia profética; claridad de  ideas; pues  el buen  ejemplo no es actuación o diplomacia; sino conciencia clara de lo que es bueno y justo.
No se trata de  algo ensayado y planeado previamente, sino de la exquisita  conciencia.
Si eres  mamá no pidas a tus hijos  algo que  tú no eres capaz de hacer.
Si eres padre de familia, no quieras hacerte  su  amigo, sino un padre al que  le  deben  tener  confianza.

Todos los  adultos  tenemos una  deuda  con los  jóvenes.

No se vale pedirles  aquello que somos capaces  de realizar en primera  persona.
Para que exista un verdadero ejemplo de parte de los padres, debe existir ante todo la coherencia de vida, hago lo que digo de manera libre y consiente.

Un ejemplo lo tenemos en Jesucristo que actuaba con obras y palabras como lo dice la Sagrada Escritura en Lc 22, 25-27 «Jesús  les dijo: “Entre los paganos, los reyes gobiernan con tiranía a sus súbditos, y a los jefes se les da el título de benefactores.

Pero ustedes no deben ser así.  Al contrario, el más importante entre ustedes tiene que hacerse como el más joven, y el que manda tiene que hacerse como el que sirve.
Pues ¿quién es más importante, el que se sienta a la mesa a comer o el que sirve? ¿Acaso no lo es el que se sienta a la mesa?

En cambio yo estoy entre ustedes como el que sirve », esto nos da a entender que mismo Dios se hace como uno de nosotros, y dándonos ejemplo de que vino a servir a salvarnos.
Nosotros debemos con el ejemplo de nuestra propia vida, mostrarla a los que nos rodean principalmente a los niños, no ocultar los valores y principios que hemos aprendido de nuestros abuelos, de esta manera seguirán transmitiéndose las buenas costumbres.

Diocesis de Celaya

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